Cuando Dios hiciera todas las cosas, se dijo:
“Hagamos al hombre” y
lo hizo a imagen suya y semejante a Cristo.

Lo hizo misterio profundo,
en el que la libertad,
presente en todo amor,
lo embelleciera por encima
de todo ser creado,
con la carga de la responsabilidad.

Este hombre, orgulloso de sí mismo,
se jugó su futuro y el de sus hermanos
a una sola carta;
creyéndose Dios, hipotecó la vida,
con todos sus encantos,
teniendo que esperar a que otro hombre,
semejante a él, pagase la hipoteca.

Sus descendientes, con la libertad herida,
anduvieron errantes en busca
de la casa paterna malvendida,
habitando en lugares sombríos y pantanosos
en los que es imposible hacer pie.
Con la esperanza de que, el Buen Dios,
le diera el reencontrarla.

Sudor y lágrimas fueron y son el pan de cada día.
El bien y la verdad se le resisten y
la belleza no termina de hacerse presente
en su hacer.

Son los niños quienes, sin saber de libertades,
la viven, desde la inocencia,
como los pájaros y las mariposas,
dejando volar sus sueños de colores
aromados de canela y anís.

Mi Autillo también sueña con amaneceres eternos