Sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución,
el cambio decisivo del mundo.
En el siglo pasado vivimos revoluciones
cuyo programa común fue no esperar nada de Dios,
sino tomar totalmente en las propias manos
la causa del mundo
para transformar sus condiciones.
Y hemos visto que, de este modo,
siempre se tomó un punto de vista humano y parcial
como criterio absoluto de orientación.
La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo,
se llama totalitarismo.
No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza.
No son las ideologías las que salvan el mundo,
sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente,
que es nuestro creador,
el garante de nuestra libertad,
el garante de lo que es realmente bueno y auténtico.
La revolución verdadera consiste
únicamente en mirar a Dios,
que es la medida de lo que es justo
y, al mismo tiempo, es el amor eterno.
Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?

El Señor Jesús, en la Hostia consagrada,
está ante nosotros y entre nosotros.
Oculto misteriosamente en un santo silencio nos desvela
el verdadero rostro de Dios.
Por nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en tierra y
muere y da fruto hasta el fin del mundo (cf. Jn 12, 24).
Presente en la Eucaristía  nos invita a la peregrinación interior
que se llama adoración.