Santa Teresa de Lisieux comprendió
que el amor infinito de Dios
era como un océano inmenso reprimido
que sufre y anhela derramar
el torrente de agua
que nuestras defensas retienen.
Si bajamos las defensas
nos inunda la corriente de ese amor
que se lo lleva todo por delante.
Teresita ansiaba darle a Dios
la alegría de poder amarle
en plenitud,
de darle rienda suelta a su amor.
Deseémoslo también nosotros.
“He venido a prender fuego en la tierra y
cuanto ansío de que empiece a arder”.
Busco una tierra ardiente,
reseca de tanto anhelo,
sin gota de la pegajosa humedad
del amor propio.
Basta que el fuego roce un corazón así
para que arda como una hoguera.
A la tierra empapada de amor propio
no hay quien la encienda.
Recordemos aquella agua que Elías
derramó en la tierra y
que consumieron las llamas (I.Reyes 28, 35)
También nosotros podemos regar
nuestra tierra con la contrición.
Seguro que ardería como una hoguera.
Nunca es demasiado tarde
para darnos por entero a Dios.
Malgastamos mucho tiempo
en recriminarnos y desanimarnos
en vez de arrojarnos en sus brazos.
Ojala que hoy pueda Él
exclamar con alegría:
Vine y por fin me recibió .
Ya puedo hacerlo feliz,
ya puedo volcarme en él.
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