Estudiando las cartas de Pablo se ve
que para él
el rasgo característico de la vida de Jesús,
lo que manifiesta en él toda ausencia
de pecado es su obediencia.

Obedecer significa tener el oído abierto y
un corazón atento a la escucha
y, como Jesús,
no decirle nunca que no a Dios
ni siquiera parcialmente.

Los escritos del Nuevo Testamento
no nos presenta a un Jesús
que viviera una vida protegida,
al margen de los golpes y
los embates inevitables
en este mundo pecador.
Al contrario, se nos dice que
aprendió a obedecer sufriendo.
Él veía la voluntad del Padre
cada vez con mayor claridad
precisamente en el mundo en que vivía.

Y Él se entregó con un amor cada vez mayor,
no exento de agonía, dolor, de lágrimas,
y al fin con sudor de sangre: un Sí muy caro.
Esta obediencia e Jesús,
esta respuesta perfecta es la salvación del mundo. 

El mal en sentido estricto se reduce
a la desobediencia de Adán
(de cada uno de nosotros)
a sus “no” rotundos o a medias.

La perfecta obediencia de Jesús
vuelve a poner las cosas en su sitio.
Él es nuestro representante.
Lo hace por nosotros,
pero no en lugar nuestro.
No se trata de que ya que Él ha muerto,
no tengamos que morir nosotros.
De ningún modo.
Él murió para que nosotros
seamos capaces de abrazar
esa muerte que es la verdadera vida.
Obedeció perfectamente
para que también nosotros fuésemos
capaces de obedecer perfectamente.
Con Jesús y por Él somos capaces
de vencer el mal que hay en el mundo