Llamas, penachos de un volcán
incandescente,
son los sentimientos de Juan,
cuando considerado
desecho de este mundo,
descartado por sus hermanos,
es enterrado en vida
en la cárcel de Toledo

Quieren amordazarlo
reduciéndolo a la nada,
pero su corazón enamorado
permanece vivo.

Soterrado,
en un cuchitril inmundo,
el silencio se hace canto y
la estrechez del lugar
horizonte ilimitado.

Verdad se hace lo que piensa:

“el hombre vive más en donde ama
que en donde habita.”

Sus ansias de amores inflamadas
le lanzan a los espacios abiertos y,
aún en la noche de la noche
su visión penetra la opacidad
de la apariencia cosificadora,
contemplando la luz sin ocaso,
el agua viva e imperecedera
que da sustancia a su vida.

Qué bien sabe de la Fuente
que mana y corre
Hontanar de todo amor.

El sentir enamorado de Juan
le conduce, aún prisionero como está,
a todas partes.

Se eleva y vuela
por espacios de verdad,
de belleza sin tiempo, sin medida.

Su actitud es de subida de alto vuelo
de vuelta a sí y de salir corriendo
detrás de quien se le insinúa
como su único lugar de permanencia viva.

Frente al canto de sirenas engañosas,
que fijan al hombre en el tiempo,
Juan percibe y vive ese otro canto
que en sus adentros runrunea
en toda situación de vida y muerte:

¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
pues ya no eres esquiva,
acaba ya si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro”