Llamas, penachos de un volcán incandescente, son los sentimientos de Juan, cuando considerado desecho de este mundo, descartado por sus hermanos, es enterrado en vida en la cárcel de Toledo
Quieren amordazarlo reduciéndolo a la nada, pero su corazón enamorado permanece vivo.
Soterrado, en un cuchitril inmundo, el silencio se hace canto y la estrechez del lugar horizonte ilimitado.
Verdad se hace lo que piensa:
“el hombre vive más en donde ama que en donde habita.”
Sus ansias de amores inflamadas le lanzan a los espacios abiertos y, aún en la noche de la noche su visión penetra la opacidad de la apariencia cosificadora, contemplando la luz sin ocaso, el agua viva e imperecedera que da sustancia a su vida.
Qué bien sabe de la Fuente que mana y corre Hontanar de todo amor.
El sentir enamorado de Juan le conduce, aún prisionero como está, a todas partes.
Se eleva y vuela por espacios de verdad, de belleza sin tiempo, sin medida.
Su actitud es de subida de alto vuelo de vuelta a sí y de salir corriendo detrás de quien se le insinúa como su único lugar de permanencia viva.
Frente al canto de sirenas engañosas, que fijan al hombre en el tiempo, Juan percibe y vive ese otro canto que en sus adentros runrunea en toda situación de vida y muerte:
¡Oh llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro! pues ya no eres esquiva, acaba ya si quieres; rompe la tela de este dulce encuentro”
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