Del libro de Samuel (7,14-16)

Aquella noche recibió Natán la siguiente palabra del Señor:

«Ve y dile a mi siervo David:

 “Esto dice el Señor: ¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Yo te saqué de los apriscos, de andar tras las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. Yo estaré contigo en todas tus empresas, acabaré con tus enemigos, te haré famoso como a los más famosos de la tierra. 

Daré un puesto a Israel, mi pueblo: lo plantaré para que viva en él sin sobresaltos, y en adelante no permitiré que los malvados lo aflijan como antes, cuando nombré jueces para gobernar a mi pueblo Israel. Te pondré en paz con todos tus enemigos, y, además, el Señor te comunica que te dará una dinastía. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré tu realeza. Yo seré para él padre, y él será para mi hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre.”»  (7,  l4a. 16)

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Paso a paso la alegría crece; un día más y la bendición, junto con la acción de gracias, desborda el corazón de quien cree que el Señor ya está entre nosotros, y el amor se enraíza definitivamente en la humanidad caída.

Resuena en la Liturgia de hoy: Abrir de par en par la vida y abrazarla en el amor de quien llega, del mismo modo que Isabel abraza a María y, en ella, a su Señor, a la vez que grita: “Bendita, tu que has creído y Bendito el fruto de tu vientre”.

La alegría de Isabel abre la puerta de la nueva historia y contempla la obra de Dios en los hombres. ¿cómo no celebrar con gozo la presencia nacida de Jesús y a la vez nuestro nacimiento a la vida definitiva?

La invitación a la alegría es un grito que nace de la presencia viva de “Dios-con-nosotros” y que, calladamente, transforma el orden vigente, sanando los corazones de quienes humildemente le acogen.

Emociona ver a estas dos mujeres como, frente a frente, alargan sus brazos y se funden en un mismo amor; las dos, preñadas de vida, son la antesala de nuestra Navidad. ¿Cómo no percibir en este instante el rostro femenino de Dios, dándose y recibiéndose en el Espíritu?

La pregunta de Isabel, ante el misterio de la Virgen-Madre, del Dios-Humanado, es la misma que formulamos nosotros en este día: ¿Quién soy yo para que me visite mi Dios? .

La respuesta nos viene dada por en silencio adorante del misterio de Dios escondido y arropado por la carne y la sangre de “la Mujer” querida por Dios como a nadie.