Del evangelio de san Lucas 15,1-10

En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Ése acoge a los pecadores y come con ellos.” Jesús les dijo esta parábola: “Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: “¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.” Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.

Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y vecinas para decirles “¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido.” Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.”

RESPUESTA A LA PALABRA

¿Tan importantes es un hombre para que,
aun habiéndose alejado de Dios,
Éste le busque, arriesgando la suerte de todos aquellos
que permanecen con Él?.

Lo cierto es que no está bien formulada la pregunta,
aunque surja así en nuestro corazón,
cuando contemplamos este texto de san Lucas.

Lo admirable es que Dios busca al hombre
para que éste le encuentre, puesto que su corazón,
como señala san Agustín,
no descansará hasta que repose en Él

Para Dios, el hombre es su don más precioso.
Por él se ha hecho a su vez hombre,
para que le pudiera encontrar como Dios y
retomar aquella forma de vida que olvidó el día
que abandonara el Paraíso Primero.

Dios no desiste en su empeño, aunque para ello,
no sólo ponga en peligro a quienes ya lo conocen y le siguen,
sino que Él mismo se pone en peligro,
hasta dejar su vida en rescate por la de aquel que busca.

Parece mentira, pero así es.
Él baja hasta los infiernos del hombre,
en donde se esconde perdido,
para rescatarlo de todo aquello que le retiene,
también de su voluntad herida y endurecida
a causa del orgullo, que le impide ver más allá
del mal amor hacia sí mismo.
El problema del hombre de hoy no está
en el hecho de haberse perdido,
sino en el no saber que está siendo buscado,
y aún peor, el no dejarse encontrar.

Todo camino errado puede ser corregido
cuando hay voluntad para ello,
pero antes necesita conocer dónde se encuentra y,
sobre todo, qué es lo que en el fondo de su corazón desea.

Quizá esté aquí la clave de todo.
Cuando el hombre se descubre confinado
en el estrecho círculo de sus condicionamientos,
sean personales o sociales,
e intuye ese “más” que aún no posee,
y que sin él no llegará a encontrarse,
comienza el proceso de búsqueda.

En lo más profundo de sí duerme un deseo irrefrenable de Dios,
que cuando se despierta,
lucha contra todo demonio que trate de silenciarlo.

Escribía san Silvano del Monte Athos:
“¿Cómo podría dejar de buscarte? Tú primero…, tú primero me encontraste. Tú me concediste vivir la dulzura de tu Espíritu Santo y mi alma te amó”.

Buscar y ser encontrado.
Ser encontrado y buscar,
es el binomio de toda experiencia cristiana.
Parece que fue Picasso el que dijo:
“Yo no busco; encuentro”.

Sin embargo, aquellos creyentes que tienen la gracia
de haberse encontrado con Dios,
pueden decir, sin miedo a equivocarse:
“Yo busco y soy encontrado”.

San Agustín dice en sus Confesiones:
“Claramente nos manifiestas cuán grande hiciste a la criatura racional, a la cual no le puede bastar para el descanso feliz nada que sea menos que tú, por lo cual ni siquiera ella se basta a sí misma… Sólo una cosa sé: que me va mal lejos de ti, y no sólo fuera de mí, sino aun en mí mismo; y que toda riqueza mía que no es mi Dios, es pobreza.