Terminada la creación,
en la que deja su huella,
sale de sí mismo y hace al hombre
a imagen suya, semejante a Cristo.

Dios hace al hombre partícipe
de su Espíritu,
que perdió en el Jardín soñado para él,
en el que paseaban como dos enamorados
a la caída de la tarde, cuando la brisa besa el alma.
y que después le será nuevamente dado
cuando Jesús nos adentre en el corazón del Padre.

Es hermoso ver a Dios
dándose sin medida.
Nos dio la vida,
nos dio a su Hijo,
nos da su Espíritu.

Por Él nos hace partícipes
de su amor y
nos capacita para amar.
 
Él nos desvela el misterio profundo
de toda relación humana y divina.
haciendo de quien lo recibe
un espíritu alentado,
hasta el punto de olvidarse de sí y
vivir como don para los demás.

Los discípulos del Señor recibimos su Espíritu,
para continuar anunciando y
acogiendo la salvación,
que nos ha conseguido
con su muerte y resurrección.

El Espíritu no nos trae una verdad nueva,
ni una vida distinta
de la que el Señor ya nos ha conseguido.

No añade más a lo dicho y hecho por el Señor,
lo que sí hace es adentrarnos en el  corazón del Padre
y hacernos comprender lo que ya hemos recibido,
porque por nosotros mismos no somos capaces de ello.

Los apóstoles habían oído, hasta la pasión,
la enseñanza de Jesús,
pero no habían comprendido la verdad de la misma.
De los discípulos de Emaús de dice lo mismo:
“No lo conocieron mientras les hablaba
porque tenían todavía los ojos retenidos”

Será el Espíritu Santo quien
nos haga comprender con el corazón la palabra de Jesús,
su significado y, sobre todo,
nos hará experimentar el gozo de su presencia que
nos llevará a ver a los demás como hermanos.

Después de renunciar al Espíritu,
los hombres comenzaron a matarse y
la ruptura entre ellos fue un hecho.

Cuando acojamos a ese mismo Espíritu,
el entendimiento y la unidad será posible.