Los hombros caídos
apoyada la cabeza sobre la pared
lenta la respiración.
Las estrellas
habían dejado de ser
su punto de atención.
Otras pequeñas luces
como candelas vacilantes
parpadeaban
en la quietud de su hondón.
Una extraña tensión
se operaba en todo su ser.
No había fibra de su cuerpo y
de su alma que no estuviera
implicada en la gestación
de aquel abrazo que le transfundiera
el calor que ningún cuerpo hermoso
le había logrado comunicar.
¿Haría falta que la cuerda del arco
despertara la nota esencial
retenida aun en la caja carnal de su amor?
¿Qué pomo faltaría romper
para que como aquel
vaso de alabastro expandiera
la bendición aromada
que retenida en su corazón
aguardaba ungir la carne
que no era suya.
La melancolía
que otras veces le embargara
perdía fuerza al paso de la luz
que penetraba a través de los huecos
que iban dejando las sabandijas
que parasitaban su yo.
A la vez, nuevas voces
susurraban de nuevo
aquella vida a la que estuvo encadenado.
Pero más delicadamente
como arrullo de tórtola enamorada
se levantaba la voz de su Amado
que le dice
Arráncate del cuello el idolillo que te ata.
Arráncalo de ti
aun cuando te cueste el alma y
parezca que vas a morir.
Si estás todavía enamorado
del triste enigma de tu yo idolatrado
no te importe
porque Yo estoy mucho más enamorado de ti
y no te dejaré jamás.
Amado mío.
Porque no puedes morir deja que muera.
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