Vaciadas las sombras
a golpes de silencios
la noche se acortaba
como el invierno
con el florecer de los almendros.
Había frío en su alma,
tanto como en los amaneceres
de marzo.
No podía decir que no le pesara
el manto de oscuridad
pegado a su carne
doblada ya por los años.
Sin embargo
una savia de esperanza
comenzaba a recorrer su cuerpo
y a despertar su ánima.
Las rosas blancas del almendro
eran premonición de otro blancor
perdido y esperado.
¿Quedaban atrás
los aullidos del invierno?
El arrullo de las tórtolas
como notas de paz
abrían un boquete
más allá de su piel
y expulsaba el amarillo
veneno de la tristeza.
Esperaba
que las alondras volvieran
y solitarias elevasen su vuelo
sin más reclamo
que el azul del cielo.
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