Cuelgo mi grito al de los Profetas y de mi corazón nace la palabra
En la vorágine sin sentido, de una cultura iluminada por luces de neón, en la que el frío de la razón irracional bloqué el corazón, y la moche del Espíritu aviva las nadas del hombre sin Dios, grita Isaías: “Ojala rasgases los cielos y bajases, derritiendo los montes con tu presencia.”
Somos un Pueblo que camina en la noche, que se ha apartado del camino señalado por Ti, que eres la Carne de nuestra Verdad.
Desde que te negamos y huimos de tu presencia, arrastramos una orfandad sin medida.
Padre y Señor de todos, recuerda tu promesa y ven salvarnos. Rescátanos de nosotros, de nuestras obras baldías, que no son sino muerte. Libera nuestros corazones de la zozobra y el desencanto, del naufragio en el que vivimos anegados por el mal.
Vuélvete por amor de tus siervos. No olvides que somos tu heredad. Es verdad que nos alejamos de ti, aún sabiendo de nuestra pobreza, de que lejos de ti nuestras obras son vanas, o cargadas de malicia.
Pero tú eres nuestro Padre, nuestro amor primero.
Lejos de ti somos como la hierba seca, como flores del taray aventadas en día de tormenta.
Con razón estás airado. No tenemos justificación en nosotros pero, Señor, no nos abandones a nuestras fuerzas.
Sabemos que nuestros fracasos te duelen, que nuestros desvaríos te preocupan, porque en nuestro desconcierto aún nos podemos hundir más, y que sólo Tú puedes levantarnos.
Por tu fidelidad, Señor. Por la palabra que diste a nuestros padres, adelanta el tiempo y ven a salvarnos.
¡Ojala, fuera hoy cuando rasgases el cielo y bajases, derritiendo todo obstáculo con tu presencia!
¡Ojala sea hoy y no mañana¡
Ojala sea ya, cuando cambies nuestra suerte, cuando restaures la arcilla de nuestra carne y soples de nuevo tu Espíritu en nosotros
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