Volvíamos al monasterio
acariciados
por el último sol de la tarde
con la paz derramada en nosotros
del decir sin palabras de las cosas.
El andar ligero y pausado
del hermano Andrés
me llevó a pensar en él
como parte de ese entorno
que admiraba.
Lejos de ver una soledad
ensimismada
intuía al hombre reconciliado
con la vida
también con las cosas
más allá de la necesidad
de las mismas.
Un día le escuché decir
que el contemplativo
no es un simple espectador
Sin saber cómo cada vez hundía
con más avidez mi mirada
en el fondo abismal de las cosas.
No se trata de un mirar nostálgico
a lo que ya no es.
Se trata de despertar de los adentros de uno mismo
la vida que remansa en ellos.
No somos simples espectadores y
menos aún consumidores.
Somos parte de su verdad,
parte de un todo al que prestamos la voz
para que sea comprendida y amada.
Hay un vínculo que nos une
en lo profundo y
nos hace ser sin palabras
su voz respetuosa
en medio de un mundo que la ignora o
simplemente la utiliza.
Y como siempre hace
me advirtió con una sonrisa amplia:
Es hermoso hundir la mirada
en lo profundo de las cosas
escuchar las músicas que el viento
arranca de los árboles del bosque
percibir la mansedumbre de la lluvia o
contemplar al amarillo ardiente
de los girasoles al ponerse el sol
pero todo ello sería entretenimiento
si no es epifanía de un amor
en la que todos los hombres
especialmente los más humilde
están presente en tu corazón.
No se trata de un retorno nostálgico
a una vida natural e instintiva
que te lleva a olvidar la realidad de los otros.
Se trata de conectar con la vida natural
no violentada por el hombre
ventana por la que se asoma El Señor
en un amor simplificado
favorecedor de relaciones sencillas
en las que nadie sobra y tenemos un lugar todos.
La belleza sin artífices de la naturaleza
nos abre a la verdad
que hay en ella y en nosotros
y nos descubre
que sólo desde el amor al otro
todo alcanza su sentido.
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