Vivimos en un mundo de zozobras
en el que muchas personas
viven en un mundo de relaciones líquidas.
Cada vez hay menos suelo firme
en el que asentar los cimientos
de historias compartidas.
Ya no se contempla vivir una relación
“hasta que le muerte no separe”.
Una joven norteamericana, Kristy Wilkison,
hace unos años describía a su generación,
que acostumbrada a una cultura
en el que el usar y tirar
se había impuesto como algo normal,
también prefería un amor “de ciclo corto”
que es más fácil,
aunque también es más volátil y
la denomina la gente
de “la segunda oportunidad”.
Escribe de ella:
“Queremos la fachada de una relación,
pero no el esfuerzo que implica tenerla.
Queremos cogernos de la mano,
pero no mantener el contacto visual;
queremos coquetear,
pero no tener conversaciones serias;
queremos promesas,
pero no compromisos reales.
Queremos un amor para siempre,
pero no queremos esforzarnos
aquí y ahora.
Queremos un amor de campeonato,
pero no estamos dispuestos a entrenar…
No queremos relaciones:
queremos amigos con derecho
a roce, “manitas y peli”.
Queremos todo aquello
que nos haga vivir la ilusión
de que tenemos una relación,
pero sin tener una relación de verdad.
Queremos todos los beneficios,
sin ningún coste.
Dice Bauman que la constancia
del cambio de cosas
se extiende también a las relaciones.
“Coche, computadoras o
teléfonos móviles
perfectamente usables y
que funcionan bien
van a engrosar la pila de los deshechos
sin ningún escrúpulo
en el momento en que sus versiones y
mejoras aparecen en el mercado.
¿Acaso hay una razón para que
las relaciones sean una excepción?
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