Cuando se es pequeño,
nuestro mundo relacional no hace
distinciones.
Se tiene relación con todo,
incluso con un pajarillo,
el niño se entiende con todos.
Después vienen los silencios,
ausencias, ocupaciones y
preocupaciones,
que te sacan de ti mismo.

Es ese tiempo en el que
se comienza a esperar
a que llegue algo nuevo,
algo que nos aporte más felicidad.

Pudiéramos decir que se abre
en nosotros
la expectativa de ese Alguien
que permanece callado en nuestro corazón,
hasta que podamos percibir el amor.
Esperamos, sin saberlo,
la llegada de ese Alguien
que nos ama y nos llama
para hacer suyo
el camino que debemos recorrer,
hasta completar nuestra madurez.

La experiencia nos dice que se es
maduro, verdaderamente,
cuando se comprende
el misterio del dolor,
de la herida interior que portamos,
cuando se abraza la cruz,
cuando se requiere el silencio,
cuando percibimos en nuestras cruces,
al Señor crucificado.