Nos recibe la noche con su luz.
Pasado el aguacero un soplo
de vida recorre el huerto.

Apaciguada está la copa del nogal,
como serena el alma del hombre
rescatado de su infierno.

En la urdimbre de la noche
se entreteje la vida que fluye
incontaminada,  de no sabe qué fuente
y que escucha en sus adentros.

Paraíso fragmentado
el que ha vivido.
Primavera blanca de azahar oliente,
el verdes tiernos,
de vencejos en vuelos presurosos.

Paisaje invernal que hiriese sus adentros
como carámbanos agudos impidiéndole
gustar de los amaneceres rosados,
anunciadores de amor.

Sueños premonitorios de vida sin igual
que no sofocaron el realismo burdo
que la vida le ofreciera.

Suerte la suya, cuando de niño le dieran
a beber luz de amanecer, mezcada con nanas azules,
le acunaran con su canto los jilgueros y
las estrellas le invitaran a volar sin alas.

Un camino de hermosura
primigenia nació con él.

Ángeles sin alas se llevaron las sombras
sucias, no pudiendo manchar
el blanco de su niñez
ni sofocar los ecos
de cristal del canto de su Señor.

Colgada su mirada en las estrellas
el tiempo reposa en sus pupilas.

Más hondos que sus noches
son los ecos vivos del hontanar
que riega sus entrañas.

Los colores enrojecen con la tarde.
El viento orea la tierra mojada y
agita las copas de los árboles