Del evangelio de san Mateo 10, 1-7:
En aquel tiempo, Jesús, llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia. Éstos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo, el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón el Celote, y Judas Iscariote, el que lo entregó. A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: «No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca.»
RESPUESTA A LA PALABRA
El texto de hoy nos introduce en el mundo de la pura gracia.
La vocación, para el Señor no es una elección
que hace alguien a favor de una misión determinada,
después de mucho pensar sobre si tiene facultades para ello o
le conviene para su propia realización.
El evangelio dice que Jesús les llamó,
les dio autoridad,
les dio instrucciones y los envió.
A los discípulos sólo les quedaba aceptar y
vivir en las nuevas coordenadas
en las que habían sido situados por el Señor.
Es bueno recuperar la idea de vocación que el Señor tiene.
En toda vocación es Él el que llama, y
lo hace no en base a las cualidades del llamado,
sino porque quiere.
Por ello, cuando Dios llama,
Él mismo da las capacidades necesarias
para realizar la misión encomendada.
De esta realidad se desprende
que la persona que es vocacionada
no es alguien pretenciosa
que se enorgullezca de sí por la misión que realiza,
por el contrario,
no deja de ser una persona humilde y agradecida.
Sabe, como san Pablo,
que la gracia preciosa de la vocación
con la que Dios le ha bendecido
es llevada en “vasija de barro”.
Me viene a la memoria la primera llamada de la historia.
Dice la parábola de la creación,
que cuando Dios había llamado
a todas las cosas a la existencia,
“Dios modeló al hombre de arcilla del suelo,
sopló en su nariz un aliento de vida,
y el hombre se convirtió en ser vivo”.
Desde entonces, ese “barro alentado”
quebrado por el pecado,
que es el hombre,
no deja de recibir “nuevo aliento”
para que se realice y
lleve a cabo su designio de amor.
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