Del Evangelio de san Lucas 
 
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.»
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. (2, 22-30)
RESPUESTA A LA PALABRA
Simeón, justo y piadoso, 
hecho en la espera, 
colmado de vida. 
Por tus manos pasó la esperanza colmada,
tus ojos besaron la carne de Dios,
tu canto recorre la historia.
Promesa cumplida.
La muerte en la vida se viste de paz,
la salvación alumbra a todos los pueblos
y tus ojos han visto el amor, 
en la fragilidad de un niño,
en la carne de Dios.
Tu historia y mi historia
es tierra sagrada, 
transida de vida, 
remecida de amor.
La historia de Dios 
estuvo en tus manos 
y está en las mías. 
Su historia, la tuya y la mía.
Historia cumplida.