De la carta a los Filipenses 3,20-21

Hermanos: Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo.

 

 RESPUESTA A LA PALABRA

Cuando las mujeres cercanas a Jesús fueron,
al día siguiente de su muerte, a embalsamar su cuerpo,
se encontraron con el ángel del Señor que les decía:

“No busquéis entre los muertos al que vive: Jesús ha resucitado”

Hoy, día en el que recordamos a nuestros familiares,
que ya han fallecido,
es preciso hablar de vida, de la vida inacabada e inacabable.

Detrás del sufrimiento por la separación de quien amamos,
debemos descubrir la realidad última de la muerte.

Rezamos en el prefacio de la Misa de Difuntos:

“La vida no termina, se transforma”.

Es curioso que amando la vida como la amamos,
muchos se dejen vencer por el sentimiento
de que la muerte es el final de todo,
y la vean como el abismo por el que nos despeñamos
y desaparecemos.

En una cultura en la que se niega a Dios,
pero el hombre sigue siendo presa de la muerte,
ante el miedo que siente de la misma,
juega a burlarla haciendo fiestas del terror,
para escapar del él

No pensamos así los que creemos que Jesús
es el Hijo de Dios, hecho hombre por nosotros,
que nos amó hasta morir,
y que resucitó como el primero de todos los hombres.

La fe cristiana nos abre a la verdad de la vida con mayúscula.
Dios, nuestro Dios, es un Dios de vivos.
Dios de Amor que llama a la vida imperecedera y
que abraza a todo aquel que se deja ganar por Él.

Si no creemos en la eternidad quizá sea porque
desconocemos el amor,
o lo vivimos devaluado, restringido, cosificado.

El Señor, nuestro Dios, se hizo hombre para devolvernos
la capacidad de amar, con un amor infinito,
con un amor como el suyo, con un amor eterno y actuante

El día que muramos a este mundo,
en el asombro de este amor, nos descubrimos
vivos en Dios y vivos para los demás.

Dios eterno, por los siglos de los siglos, nos eternizará,
deshará en nosotros el nudo de egoísmo al que vivimos atados
y nos dirá:
“seguid amando, ahora sin los límites con los que llegasteis a mí”

La belleza de la resurrección, de la vida después de esta vida,
nos permite comprender no sólo nuestra comunión con Dios,
sino también nos dice que la comunión entre los creyentes
no se interrumpe con la muerte.

El Hermano Roger escribía:

“Con sencillez de corazón, podemos pedir a los que amamos y que nos han precedido en la vida eterna: “Reza por mí, reza conmigo”. Durante su vida en la tierra, su oración nos ha sostenido. Después de su muerte, ¿Cómo podríamos dejar de apoyarnos en ella?”