Del primer libro de los Reyes 8, 22-23. 27-30

En aquellos días, Salomón, en pie ante el altar del Señor, en presencia de toda la asamblea de Israel, extendió las manos al cielo y dijo: «¡Señor, Dios de Israel! Ni arriba en el cielo ni abajo en la tierra hay un Dios como tú, fiel a la alianza con tus vasallos, si caminan de todo corazón en tu presencia. Aunque, ¿es posible que Dios habite en la tierra? Si no cabes en el cielo y lo más alto del cielo, ¡cuánto menos en este templo que he construido! Vuelve tu rostro a la oración y súplica de tu siervo Señor, Dios mío, escucha el clamor y la oración que te dirige hoy tu siervo. Día y noche estén tus ojos abiertos sobre este templo, sobre el sitio donde quisiste que residiera tu nombre. ¡Escucha la oración que tu siervo te dirige en este sitio! Escucha la súplica de tu siervo y de tu pueblo, Israel, cuando recen en este sitio; escucha tú, desde tu morada del cielo, y perdona. »

 

RESPUESTA A LA PALABRA

La experiencia de todo el saber creyente del Pueblo de Israel
se encuentra presente en la oración de Salomón.

La sabiduría del corazón nace de la experiencia
de vivir a Dios en la cotidianidad,
sin que por ello deje de ser el totalmente Otro,
el Trascendente, el Inabarcable,
el que no se deja encerrar en un lugar ni capturar por el hombre.

La oración de Salomón es una confesión de fe
que se inscribe en la historia del Pueblo Santo de Dios.

¡Señor, Dios de Israel!.
Confieso y proclamo que eres el Dios único y
que tus señas de identidad son la fidelidad y el amor.
Tú que no cabes en el cielo ni en la tierra,
sin embargo te embarcaste en nuestra historia,
dejándote encontrar por nosotros.
A ti que no tienes principio ni fin,
que tu presencia todo lo llena y
escuchas a quien te llama esté donde esté,
te he edificado un Templo de Piedra
como signo de tu presencia,
como lugar sacramental
donde alabar y bendecir tu Nombre,
gritar nuestra aflicción y
pedir la salvación inalcanzable por nosotros.

Salomón con fina sabiduría contempla el Templo
como signo de una presencia del Dios sin fronteras y
cuyo estar con el hombre no le hace distinto.
Su confesión de fe se convierte en la súplica activa
de quien se sabe siervo y en la que el pueblo
al que debe servir no deja de estar presente.

La petición de Salomón es el comienzo de un decir
que nace de la confianza que le da
el saberse amado por un Dios plenamente fiel a los suyos:

“Escucha el clamor y la oración que te dirige hoy tu siervo,
¡Escucha la oración que tu siervo te dirige en este sitio!
Escucha la súplica de tu siervo y de tu pueblo, Israel,
cuando recen en este sitio;
escucha tú, desde tu morada del cielo, y perdona.”