Del evangelio de  san Lucas 9, 28b-36

En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se calan de sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús:  «Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» No sabia lo que decía. Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía:  «Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle.» Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que hablan visto.

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Hoy se nos invita a volver el rostro hacia Dios.
Domingo para experimentar la cercanía y la presencia de Dios,
para volvernos a Él,  reconocerlo y adorarlo.

El primer encuentro de Abran con Dios marca el camino de amistad
para los sucesivos encuentros.
Amistad que empieza con una llamada a encontrarse,
continúa con un acompañarle a donde Él te lleve, y
termina con una promesa que supera toda expectativa humana.
Dios y el hombre están llamados a vivir una misma aventura.
Y el hombre no descansará hasta que no la vea realizada.

Dios saca a Abran, lo sitúa en medio de la noche y
le invita a contemplar lo imposible, a desear una progenie
de la que nacerá un hijo que iluminará a toda la humanidad.

En el designio de Dios está preparar,
en Abran y Sara, la carne del Verbo,
a través de la cual podamos percibir el rostro de Dios.

No nos debe extrañar que, los creyentes, “hijos de Abrahán”,
busquemos vivir esa presencia que colme nuestro deseo de Dios:

“Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro”.

El rostro, que es la persona,
expresa la realidad más íntima de la misma.
El cara a cara personal con Dios
que desearon y no pudieron contemplar ni Moisés ni Elías,
en el monte santo,
lo contemplarán después en la carne transfigurada de Jesús.

“Quien me ha visto a mí ha visto a Dios”,

dirá Jesús a sus discípulos.

Lucas presenta  el acontecimiento de la Transfiguración
dentro del camino salvador que pasa por la Cruz.
Y  nos dice que el marco en el que se dio
fue en un momento de oración “acompañado”,
observación muy importante, porque a “Dios hecho hombre”
no lo podemos contemplar ajeno a nuestra historia.
Jesús es  “Dios con nosotros”.

Es gratificante descubrir que en la oración del Señor
siempre estamos presentes los demás,
aunque no lo sepamos y permanezcamos dormidos
mientras Él ora.

Getsemaní, Tabor y Calvario no son sino hitos
de esta oración de Jesús al Padre, en la que todos
estamos presentes y de la que debemos participar
para tener sus mismo sentimientos.

Cuánta importancia tiene el saber que en la oración
cambia el rostro de Jesús y sus vestidos,
porque en él se refleja el rostro mismo del Padre.
También en nosotros se puede llegar a percibir
ese mismo rostro de amor, si nos dejamos transfigurar por él y
asumimos los sentimientos de Cristo, su Hijo.

No es un disparate decir que, después de la Encarnación,
orar para el cristiano es dejar que el rostro de Dios
se refleje en nosotros, hijos suyos,
habiéndonos dejado cambiar el corazón.