Del evangelio de san Juan 15,1-8

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.”

 

RESPUESTA A LA PALABRA

A veces nos parece, cuando contemplamos un texto,
que éste ya nos ha dicho todo lo que encierra. Craso error.
Cuanto más llega a nosotros y somos capaces de escuchar
los ecos de las situaciones que vivimos y
las experiencias que padecemos, más diciente se nos presenta.

Leído el texto en el contexto en el que vivo,
me hace caer en la cuenta de que la eficacia
de mi palabra sobre Dios
no depende de la exposición que haga de ella y
del discurso que articule, para proponer
que Jesús es el único Señor.

Por experiencia propia y ajena, sé que el valor de las palabras
es muy relativo si no están atravesadas por la presencia de Dios. 

Jesús nos ha dicho: “Sin mí no podéis hacer nada”.
Pero no sólo no podemos hacer,
tampoco podemos decir con sustancia,
si el autor de esa palabra no está presente.
Si el Señor no habla en mi palabra,
éstas serán como el sonido de un instrumento
de percusión sin alma.

Es preciso saber que vivimos en el Señor
para que nuestra palabra se ajuste a la suya.

San Pablo confiesa que sus obras son las del Señor,
porque el Señor vivía en él.
Si sus obras lo eran, también lo eran sus palabras
y de ahí la eficacia de las mismas.

Resulta, por lo menos extraño,
que ante tanta palabra proclamada como de Dios,
la eficacia de la misma sea tan escasa.
¿No será que en esas palabras no se encuentra Él,
y por tanto, no pasen de ser palabras de hombres,
vacías de sustancia?

No es exagerado decir, que las palabras sobre Dios
tienen fuerza de persuasión
sólo si es el Señor el que habla por nuestra boca.