Del evangelio de san Juan 14, 23-29

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.

La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado.” Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.”

 

RESPUESTA A LA PALABRA

El evangelio de hoy nos ofrece algo muy superior a una enseñanza.
Nos desvela cuál es en realidad el fin de la vida cristiana.
Jesús no nos habla de cumplir una Ley o de hacer tal o cual cosa.
Nos promete un modo de relación
que nos hace vivir en total comunión con Él y con el Padre

La vida cristiana es una vida vivida en intimidad con Dios,
una vida de amor, que transforma el hombre
en lugar en donde Dios habita y desde el que Dios actúa.

San Pablo, en sus cartas, habla del cristiano como “Templo de Dios”
y san Juan nos recuerda las palabras del mismo Jesús:

“El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”.

¿Pero cómo sucederá esto siendo como somos tan mundanos y carnales?

Jesús nos promete el Espíritu Santo,
Él será quien posibilite y haga realidad la promesa de Jesús.

El Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.”

No basta con oír y saber, es preciso conocer y vivir.
Lo que Jesús nos dice y enseña,
el Espíritu Santo nos lo recuerda y nos lo hace conocer por la experiencia.
No basta oír con los oídos:
es preciso que el mensaje sea acogido por el corazón.

Es el Espíritu Santo quien nos proporciona el gusto
por las cosas espirituales.

La experiencia nos dice que el hombre, siguiendo su instinto natural,
aprecia las cosas y las ventajas materiales:
el dinero, las riquezas, los placeres…
pero no es capaz de apreciar la vida que nace de la gracia,
que proviene del amor depositado por Dios en nuestro corazón.

El hombre mundano es incapaz de conocer y gustar
las cosas espirituales:
la fe de Cristo, la vida de unión con Él,
la entrega por amor a los demás.

La persona habitada por Dios es como una tierra habitada,
es acogedora y está capacitada para dar fruto.

Mientras, la persona abandonada a sí misma
es como la tierra desierta e improductiva,
que pudiendo dar fruto, se consume en su esterilidad.

María es ejemplo de mujer habitada, de tierra fecunda y generosa.
Nadie como ella vivió en esa relación íntima y
personal con nuestro Dios.

Su alma, vacía de todo pecado, de todo afecto desordenado,
ha sido y será el aposento más limpio que se pudiera pensar.

Ella es la llena de gracia porque es Dios mismo quien la habita.

Su inmaculada concepción la dispuso para ello.

Ni siquiera en Adán, antes de negarse a pasear con Dios,
fue abrazado por el amor como María. 

Los ecos de las palabras del Ángel
llegan a nosotros con toda la luminosidad del misterio:

El Espíritu Santo te cubre con su sombra, se hace uno contigo.
Dios entrañado en tus adentros será arropado con tu carne.
María, no sólo es constituida en Madre de Dios,
sino en prototipo de Templo viviente.