Del evangelio de san Lucas 12, 35-38

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos.»

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Está claro que el Señor nos invita a estar vigilantes
para que no nos perdamos en la niebla de la inconsciencia.
No hay nada más fácil que vivir distraídos
por naderías que consideramos importantes.
Dice un refrán que “quien mucho duerme poco vive”,
y lo podríamos traducir como
“quien pasa la vida distraído  
no sabe en realidad lo que es vivir”.
Cuánta vida se nos escapa por situarnos
fuera de la verdad de la misma.

Jesús nos pide que abandonemos esa actitud displicente,
propia de personas indolentes,
que sólo buscan aquello que no les pide ningún esfuerzo. 

No es extraño comprobar que muchas
viven como autómatas,
instaladas en una temporalidad sin futuro,
sin porvenir, exentas de memoria,
incapaces para esperar más allá de lo que ya tienen y conocen.

Lo cierto es que vivir con la cintura ceñida y
la luz en las manos
supone un querer vencer nuestras tendencias centrífugas
que nos alejan de nosotros mismos y nos dislocan.

Los padres del desierto señalaban
tres enemigos del hombre que,
de no vencerlos, nos incapacitan
para ser hombres de verdad:
El olvido, la pereza y la ignorancia,
hunden la razón en las tinieblas y
hacen pesado al corazón.

Tener ceñida la cintura y encendida la lámpara
es vivir en la verdad, que se nos da en el Evangelio,
supone haber acogido al Espíritu Santo,
que nos fortalece y nos ilumina,
que escudriña nuestro corazón
para dejar que aflore en él la imagen de Jesús, el Cristo,
en la que el Padre nos reconoce también como hijos.

Es en el hondón de nuestro corazón
el lugar donde nos espera,
desde donde nos llama.
Espacio sagrado al que no entramos
sino después de que se aligere de la pesadez,
al que la tiene sometido la falta de verdad
de su pensamiento.