Si leéis el evangelio de hoy (Lucas 5,17-26), y el Espíritu Santo os concede contemplarlo con fe, igual termináis dando gloria a Dios como el paralítico perdonado y curado por Jesús y las gentes que le escucharon y presenciaron su obra.
No es nada fácil llegar a pensar que de todos los problemas que podemos padecer el pecado es el mayor. Por ello nuestro empeño por encontrar soluciones puntuales a todo lo que nos pueda condicionar, dejando sin tocar nuestro corazón herido y encadenado por él.
Jesús sí acierta al valorar la realidad del hombre concreto. Cuando le piden curar a un hombre que sufre parálisis en sus piernas, mira antes su corazón y, desde la fe que encuentra, le libera de su pecado, devolviéndole su libertad interior; como expresión de este perdón que libera le suelta también la atadura de sus piernas.
Aquel hombre lo debió entender perfectamente. Dios, en el encuentro con Jesús, el Hijo, le había hecho una persona nueva.
Que el Señor, al que esperamos, nos abra a la confianza y nos libere del miedo a reconocer nuestro pecado. Pidámosle que encontremos a alguien que nos lleve, como al paralítico, hasta Jesús para que nos lo descubra y perdone.
Profecía de Isaías (34,1-6)
El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría. Tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión. Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios. Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes; decid a los cobardes de corazón: «Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará.»
Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco, un manantial (35,1-6)
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