Del evangelio de san Lucas 18, 1-8

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad habla una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario.” Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, corno esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara. “» Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»

RESPUESTA A LA PALABRA

Seguro que son muchas las personas
que experimentan en sus vidas el silencio de Dios,
respondiendo a la pregunta de Jesús
que, al menos ellas, no son escuchadas
en la medida que esperan.
No pocas veces se dicen a sí mismas:
¡Dios no me escucha!,
¡no merece la pena seguir rezando!.
Y abandonan sin más el trato con Él.

En realidad piensan en un Dios según su medida,
dispuesto a responder necesariamente,
sin más, a sus expectativas.
No se han dado cuenta que las Escrituras Santas
nos presentan a Dios con entrañas de misericordia.
Un Dios cuyo amor desmesurado le ha llevado
a compartir nuestra condición humana,
pero que en todo tiempo respeta
el dinamismo de la naturaleza y sobre todo,
la libertad individual de cada hombre.

Dicho esto debemos adentrarnos desde la fe
en el planteamiento del Señor.
La fe supone un amor incondicional que lleva
a la persona a vivir su relación con Dios sin fisuras.

Cuando así ocurre y lo percibimos
no como el “conseguidor de cosas”,
sino como aquél que se da absolutamente al hombre
para que éste llegue a ser verdaderamente
un sujeto capaz de amar, no sólo a sus iguales
sino también y de manera radical, a Él.

Por ello, Dios no se nos revela como pieza a conocer
o sujeto con poderes sobrehumanos
con los que nos facilita el tránsito por esta vida
erizada de dificultades,
sino como Amigo para la vida.

Es curioso que, pasados veinte siglos
desde que Jesús nos revelara el ser de Dios
como Amor de todo amor, y
Él mismo se nos diera sin medida,
veinte siglos en los que vive con y entre nosotros,
desde el momento en el que
“plantó su tienda entre las nuestras”,
sigamos viviendo en caminos paralelos.

Por más que nos cueste entenderlo
no existe nada más que un camino compartido,
en el que, o nos encontramos y lo hacemos juntos
desde aquí y ahora, o
caminamos como lobos solitarios
abocados al frío de la última soledad.

Estamos conformados para caminar,
no en niveles paralelos,
sino en comunión de vida con Dios,
como dice santa Teresa: “abrazados con sólo Dios”.

Si vuelvo ahora a leer el texto de san Lucas,
me doy cuenta de por qué Jesús alaba la fe
de esta mujer, que ha entendido que su vida
necesariamente pasaba por la de aquel juez,
aunque parezca todo lo contrario.