Acción de gracias en la desnudez de la fe,
en la aridez más profunda,
en la espera confiada, a pesar de todo.

Un ánimo opaco se enseñorea de mí.
No más luz que la de la fe ensombrecida.
No más deseo que el de Dios.

Cuánto más camino,
más percibo la soledad en medio de las cosas.
También en el hacer,
que aunque sea bueno y considere que es justo y necesario,
no merma mi soledad.

Tengo de “todo”,
hasta dolores y contradicciones que me purifican,
pero me experimento solo.

La experiencia de Dios  no deja de ser una sombra,
no pasa de estar junto a Él que calla, en el Sagrario,
en el momento de la Consagración en la Misa,
y con mucho esfuerzo, alguna vez,
en quien viene a mí demandando una atención imprevista.

Todo ello desde una fe desnuda y consentida.
Apoyada en la fe de mis mayores.
En la fe de quienes, antes que yo,
fueron tocados por la gracia,
seducidos por el Señor se dejaron penetrar por Él,
y, después, para que permanecieran libres ante Él,
les dejara entrar en la soledad  del desierto,
donde la noche se extiende en todas las direcciones,
donde sólo queda un camino de luz,
el del mirar al cielo y vislumbrar más allá de los sentidos
el Espíritu que se cierne sobre nuestra carne,
y nos sostiene hasta el día del Encuentro.