Del evangelio de san Lucas 21,29-33

En aquel tiempo, puso Jesús una parábola a sus discípulos: “Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca. Pues, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios. Os aseguro que antes que pase esta generación todo eso se cumplirá. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán.”

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Muchas veces nos encontramos a Jesús,
tratando de adentrarnos en el misterio de su presencia
entre nosotros, tomando ejemplos de la naturaleza.
“Fijaos en la higuera o en cualquier árbol…”

Entrar en los adentros de la naturaleza nos lleva más allá
de unos procesos vitales determinados de antemano.
Supone comprender la dinámica vida-muerte-vida
como resultado de su origen primigenio.

La semilla enterrada en la tierra nace y crece,
y en su crecimiento requiere un trato adecuado
a su condición particular.
Cuanto más evolucionada sea una especie,
más influyen los elementos externos en el crecimiento
y en el desarrollo de sus ejemplares.

Tierra, clima y cuidado del hombre,
interfieren en su cabal desarrollo.

También el hombre necesita para su pleno desarrollo
el concurso de la naturaleza y, además, el de Dios,
que ordena y organiza el dinamismo espiritual de cada uno.

El texto de hoy podríamos valorarlo sólo desde la perspectiva
de un ver y juzgar los signos de los tiempos,
de cara a determinar el momento propio
del tiempo en el que vivimos.

Y no está nada mal que lo hagamos,
porque prever el tiempo final nos lleva a ordenar
el tiempo presente.

Sin embargo, contemplar la realidad de la naturaleza
provoca en mí una admiración profunda,
de la que nace un sentirme parte de la misma,
con un dinamismo semejante,
superado, eso sí, por el amor gratuito, que me lleva
a trascender el mundo de la cosas y de la irracionalidad.

Como el árbol, vivo enraizado en una tierra nutricia,
un ambiente que ha favorecido mi crecimiento
en medio de otros muchos árboles semejantes, pero nunca iguales,
que me han ayudado a saber compartir el mismo hábitat.

Tuve la suerte de ser cuidado
cuando aún era una pequeña planta,
pero nunca me tuvieron en un invernadero.
Frío, calor, viento y lluvia, son realidades
que me han acompañado siempre.
Día y noche han sido testigos de mi crecimiento.

Alguna vez tuvieron que sujetarme a un tutor,
por miedo a que me doblara ante la agresividad
de ciertos temporales, cuando aún era joven mi madera.

Debo dar gracias porque las estaciones
se han ido sucediendo en mi vida de una manera acompasada.
Con peligro, siempre, de que alguna helada tardía,
malograra las flores que apuntaban temprano,
o que un bochorno agosteño constriñera los frutos
faltos todavía de sazón.

Tuve y tengo buen Cuidador.
Atento a la tierra y a los tiempos,
pero más aún al proceso de mi crecimiento interior,
a la savia que me sustenta,
al desarrollo ordenado de todo lo que soy.

Para ello no dudé someterme a una poda sabia.
Una primera poda de formación para estructurar mis ramas,
de las que después nacerían los frutos.

Después, podas sucesivas,
tantas como han sido necesarias
para no perder la identidad y el porte.

Sé por experiencia que las ramas no pueden ser
más espaciosas que las raíces,
y que el fruto que saldrá de las primeras,
depende de la salud de estas últimas.

También he aprendido que no hay una estación mejor que otra.
Que el invierno es tan necesario como el verano y
la primavera se da la mano con el otoño.

Y una cosa más.
Cuando ha pasado una tormenta por mí,
más fuerte de lo que hubiera deseado,
y ha abatido alguna de mis mejores ramas,
al final me doy cuenta
que, aquello que consideraba desastre,
fue una oportunidad más para rejuvenecer mi madera.

Se troncharon las ramas más esplendorosas
y hubo que cortarlas por la cruz,
como dicen los podadores aventajados.
Pero después, como las raíces estaban bien asentadas y
el tronco sano, crecieron nuevas ramas con una fuerza inusitada.

Soy un árbol viejo y todavía no he llegado a la plenitud.
Cuántas cavas necesito todavía y
cuántas podas he de sufrir para seguir creciendo.

Al final de este año litúrgico,
no pido sino que mi Hortelano particular
siga en su empeño de hacer de mí un árbol sano,
y si quiere que a mi sombra puedan crecer otros arbolillos,
hasta que puedan ser trasplantados al lugar
que Él les tiene destinado, pues que así sea.