Le hablaron del silencio y
pensó en el vacío,
en un bucle sin sustancia
ajeno a toda luz.
Revuelto el ánimo,
le supo a una nada
acerrojada y desabrida.
Descompuesto,
transfería su experiencia
prisionera
por los deseos ruidosos
de una carne insatisfecha.
Desconocía las palabras del silencio,
la música callada de la tarde,
el sonido puro del amanecer en el monte,
los ecos azules
que en el alma del niño
se despiertan cuando duerme,
la luz de los sentidos silenciados.
Ignorante del silencio
conquistado,
desconocía el otro ritmo
de la vida regalada,
la melodía que convoca
a los objetos
más allá de sus formas
e identifica con el “ser”
que se esconde
en sus silencios.
Hizo falta
que viera estrellarse
una frágil mariposa
en el parabrisas de su coche,
para que percibiera
su vida amenazada
por su volar inconsciente
aprendido en una sociedad
sin alma.
Contemplaba absorto en el cristal
su alma rota, mezclada
con la sustancia amarrilla
que fuera hasta entonces
mariposa.
El viento de la tarde le despertó.
Respiró hasta hacerse daño.
Cobijado por el silencio callado,
oía el fluir de aguas
en su hondón olvidado.
La vida donada
fluía quedamente
por sus venas, sin palabras
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