Del evangelio de san Marcos 1,7-11

En aquel tiempo, proclamaba Juan: “Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.” Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.”

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Con la fiesta del bautismo de Jesús se cierra el ciclo de Navidad.
Cristo, nacido de nuestra carne,
ha sido contemplado por los ángeles,
por los pastores de su Pueblo,
por los Magos procedentes del mundo pagano.

Todos ellos han podido contemplar al niño Dios.

Ahora, Jesús se nos revela como el Dios-humano,
cuya presencia entre nosotros se nos manifiesta
en la debilidad de nuestra carne.

Jesús es el Siervo que viene y toma lo peor que hay en el hombre,
para que así el hombre pueda tomar lo mejor de Él.

Visto el proceso existencial de la vida de Jesús,
desde el mismo momento en el que se acerca a Juan
para ser bautizado,
surge una pregunta de nuestro corazón:
¿Era necesario que Jesús, quien no conoció el pecado,
asumiera, por completo, las consecuencias del mismo,
pasando a ser uno de tantos?

Estamos ante el Dios expropiado por amor,
para que podamos recuperar nuestro ser de hijos,
expropiados de Él por el pecado.

En la carta a los hebreos leemos:

“Los hijos de una misma familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participo también Él; así muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, del diablo… Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que se refiere a Dios, y expiar así los pecados del pueblo”.

Y más adelante, para manifestar que Jesús acepta cargar
con todo lo que conlleva esta asimilación con los hermanos, escribe:

“Cuando Cristo entró en el mundo dijo: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo… Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: Aquí estoy, ¡0h Dios! para hacer tu voluntad”.

San Marcos inicia su evangelio, con una llamada a la conversión,
por parte de Juan,
a la vez que presenta a Jesús entre aquellos que vienen
para ser bautizados por él.

No se para san Marcos en detalles periféricos.
Presenta a san Juan como el iniciador de un proceso,
que culminará con la misión de Jesús.
Por ello resalta la intervención del Espíritu Santo ungiéndolo,
y la del Padre, confesando su amor por Él.

Jesús se ha mezclado con los hombres y mujeres
que se acercan a Juan, hundidos por el peso de sus pecados,
para que los libere de sus cargas.
De este modo toma sobre sí mismo
las consecuencias de la deriva humana.

No deja de ser diciente que en el mismo momento
en el que Jesús se deja agarrar
por la parafernalia del pecado de los hermanos,
resuene en su corazón las palabras del Padre:

“Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”.

Palabras que después oiremos nosotros,
cuando en nuestro bautismo
seamos ungidos por el Espíritu Santo,
y seamos hechos hijos en el Hijo.

A partir de este momento, no debemos alejarnos
del acontecer de la vida de Jesús,
porque en él encontraremos el sentido de la nuestra.

Nacidos para una misión,
la podremos llevar a cabo solamente
si en nuestro corazón resuenan las palabras del Padre.

“Tú eres mi hijo amado”,

y el Espíritu, con su fuerza, está presente en nuestras flaquezas.