De la carta de san Pablo a los Filipenses 2,6-11

Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

 

RESPUESTA A LA PALABRA.

Nos adentramos en el misterio del amor-entregado,
del misterio del amor loco de Dios, que se deja atrapar
por el mal del hombre
para reventarlo desde dentro y darle muerte.

Por eso, adentrarse en el misterio del amor
es penetrar en el misterio de la cruz,
donde la vida muere para acabar con la muerte.

La cruz nos revela de modo inefable el modo de ser de Dios.

Dietrich Bonhoeffer dijo:

“Todas las religiones espe­ran un Dios poderoso. La fe nos trae un Dios crucifi­cado.”

San Pablo añade:

«escándalo para los judíos, locura para los gentiles» (1 Co 1,23).

El que es de condición divina se enajena de su poder
y se deja arrastrar, por amor al hombre,
hasta los dominios de la muerte.
Bajará hasta los infiernos del hombre sin oponer resistencia,
porque el amor no puede resistirse ante el deseo del amado.

La Pasión y muerte del Señor es el agujero negro
por el que el amor penetra
en lo más negro de la condición humana.

Un Dios que se hace hombre,
un hombre que siendo Dios se somete obedientemente
a los deseos de quienes ama.
Jesús, obediencia consumada,
se convierte en el dado con que juegan los hombres y Dios
la partida definitiva sobre la vida de los que viven muertos a la Vida.

La radiografía que el profeta Isaías hace del Señor,
nos sitúa ante la realidad más bella del hombre-Dios,
referencia única de todo hombre de Dios.
Ser de Dios para los hombres siempre,
siempre con la confianza puesta en Dios.

Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado,
para saber decir al abatido una palabra de aliento.
Cada mañana me espabilaba el oído,
para que escuche como los iniciados.

El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás:
ofrecí la espalda a los que me apaleaban,
las mejillas a los que mesaban mi barba;
no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos.

El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes;
por eso endurecí el rostro como pedernal,
sabiendo que no quedaría defraudado.