Un cielo de luz amanecida
se cuela en la cabaña
donde los hermanos
con el corazón colgado del Amado
elevan su canto armonioso
al Padre de toda criatura.
Por el ventanuco contemplan
a un grupo de gorriones
suspendidos de una rama de abedul
haciendo fiesta sin dejar de piar
mientas se persiguen y balancean
en un juego de niños despreocupados.
Uno de ellos se acerca hasta el alfeizar y
mira curioso a los hermanos.
En la viveza negra de sus ojos
destellan las estrellas
que el sol mandó a dormir en el cielo.
Ante el descaro inocente de la avecilla
Francisco suspende el canto y
dice a los hermanos:
En tan pobre criatura
el Señor nos saluda y agradece
nuestro canto.
No esperemos la doctrina de los sabios
para saber de Él.
Él no espera que abramos un libro
para decirse
sólo aguarda a que le abramos el corazón y
nos dispongamos a escucharlo.
Cuánto tiempo pierden los sabios
en ahormar palabras
para decirse a sí mismos y
después no dicen nada
que otros ya no hayan dicho.
Su mucho saber les impide conocer
pues hay muy pocas palabras verdaderas.
El decir del Señor es vivo y
sólo en la vida puede ser escuchado
Aunque parezca extraño
aquello que es imposible de comprender
es muy simple de vivir.
Si el amor es anterior a todo
dejemos que se nos diga.
Permitamos que él nos sorprenda
en cada movimiento de la vida.
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