Del evangelio de san Juan 12, 44-50

En aquel tiempo, Jesús dijo, gritando: – «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí ve al que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas. Al que oiga mis palabras y no las cumpla yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo.

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Dice el refrán que no hay peor ciego
que aquél que se niega a ver.

La experiencia nos enseña la contradicción
en la que a veces caemos los mortales.
Parece absurdo, y sin embargo es un hecho,
el rechazo que hacemos de la luz,
cuando ésta es imprescindible para ver y
así poder conocer la verdad de las cosas y de las personas,
más allá de la propia subjetividad,
muchas veces engañosa,
no porque lo pretenda sino porque en realidad
no puede ser de otro modo.

Jesús ha venido como luz, y como luz es rechazado por muchos.

Aunque vivamos a tientas y sin saber a dónde vamos,
preferimos vivir entre sombras,
quizás porque sentimos miedo de nosotros mismos
y nos negamos a ver la auténtica verdad que nos constituye.

Juan, al comienzo de su evangelio nos dice:

“En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió… La palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre… Vino a su casa, y a los suyos, y los suyos no la recibieron.”

Y nosotros debemos confesar que se sigue rechazando.

¿Qué pasa en el corazón del hombre,
para que se niegue a sí mismo
lo que en lo más profundo de él se desea?
¿Cuál será la raíz última de esta herida tan difícil de curar?

Me arriesgo a decir que no debe estar muy lejos
ese punto de soberbia que hay en nosotros
y que nos lleva a negar el amor como gracia.
La idolatría del hombre por el hombre,
que niega su origen y rompe con la raíz de todo amor.
Por ello se hace tan necesario el dejarnos iluminar
por quien puede devolvernos ese amor
que nos lleve a la verdad.

Dice la tradición patrística que no hay
verdadero conocimiento sin amor,
que el hombre no puede amarse ni amar
sin la experiencia de un amor primero que llega a él
como gracia.

Creer en el Señor, es creer en Dios,
es creer en el amor, y el amor no es una entelequia
sino la realidad más próxima al hombre
que vive conscientemente su vida personal.

San Pablo, cuando escribe a los cristianos de Roma,
les recuerda que en el corazón del hombre
reside el amor que el Espíritu del Señor derrama sobre él
y como consecuencia,
le lleva a apartar la mirada sobre sí mismo
y abrirla a los demás.

Jesús, el Señor, es luz  que ilumina y por lo tanto
salva de sus propias tinieblas
y las que el Mundo y el Malo arrojan sobre él y
a todo aquel que lo acoge.