En el crepúsculo formas y colores
se diluyen
mientras el decir del alma se eleva
en un diálogo con el Amado
que por muchas veces repetido
no deja nunca de ser nuevo.

Eres mía, me dice mi Amado,
aunque todavía te resistes,
queriéndote afirmar
como cuando niño te escapabas y
te escondías en la cueva o
en las cámaras de tu casa
para forzar tu independencia y
no tener que escuchar y obedecer,
adentrándote en tus sueños solitarios.

Cierto, Señor. La lámpara de mi alma no veía más allá
que lo que era agradable a mi yo incipiente.
Harto tuviste hasta domar el potrillo que levaba dentro.
Hasta hacerme ver que mi vida venía de los otros y
que sin ellos nunca llegaría a ser alguien útil y con criterio.

Tú eras algo más en vida,
aprendido como todo,
al que tenía que ajustar mi forma de hacer
si quería ser bueno.
Es muy cierto si digo
que en mí nació mucho antes
la responsabilidad que el amor,
la obligatoriedad que la gracia.
De tal manera que el inicio
de mi vocación al sacerdocio
nació del encuentro con un seminarista,
al que no conocía de nada y
que me llevó sin pretenderlo a pensarme
que debería de hacer para ser un hombre logrado,
cuando ya estaba dispuesto a estudiar ingeniero industrial.

Ahora, en el otoño  de mi vida
no me queda mucho más que cerrar página.
Dándote gracias por lo mucho que me has amado y
el modo tan hermoso como lo has hecho

Soy tuyo, voy gritando sin palabras,
en la brisa de la tarde y en la luz rosada del amanecer