En algún lugar del alma, en un repliegue de mi infancia
quedó grabado a fuego el sentir del silencio,
la soledad como estado, la contemplación como don.
Era muy niño cuando de la mano de mi padre
frecuentaba muy de mañana o a la caída de la tarde
la “ermita de Jesús”.
El lugar elegido para sentarnos siempre era el mismo,
el ritual se repetía,
y yo, sin tener conciencia de nada,
participaba de él con una intensidad
que ahora se me antoja desproporcionada para un niño.
La vida que manaba de aquellos silencios,
la mansedumbre que percibía
en las miradas de la imagen de Jesús caído
y de mi padre
pacificaban mi vida temprana de modo inexplicable.
Sentado al lado de mi padre
le observaba en esa quietud que invita al respeto:
los codos sobre las piernas ,
la frente apoyada en las yemas de los dedos,
el espíritu vuelto hacia sí;
de vez en cuando levantaba la cabeza
y miraba el rostro de Jesús,
que a su vez le miraba,
nos miraba a los dos con ojos mansos.
La mirada del Cristo caído
era de una serenidad que seducía,
la de mi padre debía tomar de la suya
porque nunca percibía en ella
sombras de preocupación o tensiones
como en otros momentos percibí.
Cuando volvía a ocultar su rostro entre las manos,
mi mirada vagaba por el templo
o cerraba los ojos y dejaba de pensar
como creía que hacía mi padre en ese momento.
Nunca me dijo que hacíamos allí.
La penumbra, el silencio, el no tiempo,
mi padre recogido,
la mirada bondadosa del Cristo caído
son ahora lugares transitados por mí.
Todavía no se estar como mi padre,
ni mirar con la paz y la soltura que miraba
pero si aprendí los ecos del silencio,
la luz de la penumbra,
la mansedumbre del Cristo caído
que sigue mirándome aunque yo no lo vea
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