Del evangelio de san Lucas, 17, 26-37
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como sucedió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del hombre: comían, bebían y se casaban, hasta el día que Noé entró en el arca; entonces llegó el diluvio y acabó con todos. Lo mismo sucedió en tiempos de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, sembraban, construían; pero el día que Lot salió de Sodoma, llovió fuego y azufre del cielo y acabó con todos. Así sucederá el día que se manifieste el Hijo del hombre. Aquel día, si uno está en la azotea y tiene sus cosas en casa, que no baje por ellas; si uno está en el campo, que no vuelva. Acordaos de la mujer de Lot. El que pretenda guardarse su vida la perderá; y el que la pierda la recobrará. Os digo esto: aquella noche estarán dos en una cama: a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán; estarán dos moliendo juntas: a una se la llevarán y a la otra la dejarán. » Ellos le preguntaron: «¿Dónde, Señor?» Él contestó: «Donde se reúnen los buitres, allí está el cuerpo.»
RESPUESTA A LA PALABRA
En la intención de Jesús está el advertirnos,
una vez más, de la poca importancia
del cómo, del cuándo y en donde, de su venida.
Pero sí está interesado, y mucho,
en que estemos equipados, para cuando esto ocurra.
La llamada a la vigilancia es una constante
en el Evangelio.
Hay que vivir preparados
porque aquello que ha de acontecer
llegará en un momento determinado,
del que desconocemos el día y la hora.
No es cuestión de elucubraciones raras,
sino de acoger sabiamente lo que ya nos ha comunicado,
sabiendo que toda realidad creada camina hacia su fin.
Jesús nos sitúa en el tiempo real,
nos refiere a él como el mejor y
nos invita a vivirlo desde la provisionalidad,
como expresión de una plenitud inacabada.
El hombre prudente, que ha enraizado su vida en Dios,
sabe lo importante que es vivir el presente con lucidez.
Su experiencia le dice que todo momento
es un tiempo precioso en el que Dios se acerca y
nos invita, a la vez que se convierte en invitado,
a compartir la misma vida.
Él, aunque lo ignoremos, no deja de estar a la puerta
de cada acontecimiento
esperando a que le hagamos sitio.
El drama de muchos es el desconocimiento o el olvido
de la presencia de Dios en el hombre,
que le capacita para vivir con verdad y rectitud
a pesar de su libertad herida.
Los Padres del Desierto decían que el olvido
es el demonio del pecado,
y reconocían a tres muy principales:
el olvido, la pereza y la ignorancia,
que convierten el corazón del hombre en algo opaco,
incapaz de discernir el auténtico bien.
Para ellos, los hombres de este tipo viven como autómatas,
instalados en una temporalidad sin presente,
donde lo que está por venir
no deja de proyectarse sombríamente en el pasado.
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