Hoy he amanecido más descansado.
Salgo a la calle y al llegar al parque
contemplo como lucen
los maravillosos y efímeros amarillos
de una mimosa, anunciando la primavera.
Pronto veré los racimos blancos
de pan y quesillo de las acacias
que me llevan a mi infancia,
cuando mi padre me llevaba
al “Parterre” a jugar
y me alcanzaba un racimo de flores
para que las comiera.
Más allá de su belleza
me deleitaba su dulzor.

Que años más hermosos aquellos,
en los que la única preocupación
era vivir sin que mis padres
me tuvieran que regañar
por alguna cosa
que no consideraban buena para mí. 

Ya entonces
se había despertado en mí
la percepción de la belleza
de la naturaleza. 

Mis correrías por el campo y
los espacios abiertos
eran el mejor regalo
que me podían hacer.

La observación inconsciente
de todo lo que salía a mi paso
alimentaba mi mundo feliz y
preparaban al hombre-niño
que luego fui y sigo en ello.