Avanzado febrero,
el campo empieza
a despertarse.
En las mañanas
el brillo de la luz
arranca los primeros
verdes
a los sembrados,
que miran los aires
con envidia.
Una nota vertical
surge sin ser vista.
La franciscana alondra,
pegada al suelo,
levanta el vuelo
por un camino
para nosotros invisible.
Sus finas y
alargadas alas
la elevan velozmente
hasta perderse
en la infinitud
del azul luciente
que la recibe.
Un pastor
me dijo un día:
“A la alondra se le oye
antes que se la ve”.
Hoy añado:
A la alondra se le oye
después
de dejar de verla”.
El canto que iniciara
la alondra del cielo
cuando levantó el vuelo
lo sigue manteniendo
en las alturas.
La vehemencia
de sus trinos y gorjeos
llegan hasta mí
nítidos y prolongados.
De su cuerpecillo
misteriosamente elevado
en el aire frío de la mañana,
brota un canto sostenido.
Parece como si enamorada
de la luz elevada
se hubiera
olvidado de respirar.
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