Del evangelio de san Marcos 16, 15-18
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: -«ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado.A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.»
RESPUESTA A LA PALABRA
Pablo, el “nacido a destiempo”, se convertirá en breve en el superapóstol”. Ninguno como él se verá involucrado en el hacer y en el predicar de la Iglesia naciente. La misión de Jesús recibida por ésta, será para él, después de su conversión, su único hacer y padecer.
Pero lo que admira de san Pablo no es tanto la magnitud de su misión cuanto su experiencia personal a raíz de su conversión. Pablo, que no llegó a conocer a Jesús en su vida mortal, se llega a identificar con Él hasta el extremo de decir:
“Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí”
¿Hasta qué punto marcó esta primera experiencia toda la vida de San Pablo? Es preciso recordar, como él escribirá a los Gálatas, que desde ese mismo momento comienza para él una vida totalmente nueva y desconocida, y a la que se dispone preparándose en la soledad del desierto
“Pero cuando Aquel que me eligió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, se digno revelar en mí a su Hijo para que lo anunciase a los Gentiles, al momento no consulté más con carne y sangre, ni subí a Jerusalén a los que eran Apóstoles antes que yo, sino que marché a Arabia” (Gálatas 1,15-17).
Pablo no perderá el tiempo buscando qué hacer. Una vez que ha sido encontrado por Dios, dejará que Él marque sus días.
En el silencio del desierto interiorizará lo que le ha supuesto haber conocido a su Señor. Puesto en sus manos, se contempla como el hombre del servicio, hasta la extremo de sacrificar toda su vida en una obediencia sin fisuras a Él.
Aquí comienzan a aflorar mis preguntas en cuanto que considero que también muchos de nosotros hemos sido llamados a una misión semejante. ¿Cómo es posible que retardemos tantas veces la respuesta que el Señor espera de nosotros, en este o en aquel tema que afecta al núcleo de nuestra relación con Él?.
¿Por qué Jesucristo, del que digo que le he entregado mi vida, no es aún para mí el Amor de todo amor?
¿Por qué después de tantos años de vida consagrada, me apoyo más en la voluntad de querer, que en la realidad de la gracia?.
Quizá estribe en la seriedad con la que escuchamos sus llamadas concretas.
En el corazón de Pablo se grabaron a fuego las palabras de Jesús que le vincularon a Él de una manera irrevocable:
“Yo soy Jesús a quien tú persigues.”
Esa primera experiencia hará de Pablo un hombre nuevo, de forma que la vida del Señor se irá transfundiendo a Él, hasta llevarle a decir:
“Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia no ha sido estéril en mí” (1 Corintios 15, 10).
En realidad, en estas palabras veo la clave para que Dios active su vida en la nuestra y nuestra misión encuentre su cauce verdadero.
No conviene olvidar que la primera experiencia que Pablo tiene de Jesús, es en su carne glorificada, en la que no faltarían las huellas de la cruz, las cicatrices de la Pasión, para hacerle comprender más a lo vivo aquellas palabras que siempre recordará:
“¿Por qué me persigues?” (Hechos 9,4).
Desde ese día Pablo ama a Jesús con una pasión desbordante, de manera que dirá a los cristianos de Corinto y a los de Roma:
“El amor de Cristo nos apremia” (2 Corintios 5,14).
“¿Quien nos separará del amor de Cristo?” (Romanos, 8,35).
Contemplando el devenir de la vida de san Pablo desde ese primer encuentro con el Señor, confieso que necesito leer y releer el Evangelio a fin de que la persona de Cristo cobre vida en mí. Es preciso que su Humanidad se me haga familiar y que su modo de ser me conmueva y atrape, como lo hizo con cuantos tuvieron la dicha de conocerle.
Ya sé que todo es gracia, pero también se, que debo disponerme para ella, porque su designio amoroso pasa por mí, como me lo recuerda en la carta a los Efesios:
“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales.
Él nos eligió en Cristo -antes de crear el mundo- para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor.
Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según su voluntad y designio, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya….” (Efesios 1, 4-5).
Puede parecer una locura pretender hacer nuestras las palabras de san Pablo, pensando que él es un caso único. Pero no lo sería, si entendiéramos que nuestra aspiración primera debería ser la de configurarnos con Cristo.
No hay retórica en sus palabras:
“Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí” (Gálatas 2, 20).
La experiencia personal de saber que:
“el Señor le amó hasta entregarse por él”
condiciona su vida pasada y le lleva necesariamente a vivir en y para su Señor
“Todo eso que para mí era ganancia, lo consideré pérdida comparado con Cristo; Más aún, todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo. (Filipenses 3,8)
Para aquellos, creyentes como yo, que hemos aceptado una misión en la vida activa de la Iglesia, la vida de san Pablo es muy diciente. La contemplación de Dios y su designio amoroso no está en contra de una misión en medio del mundo.
San Marcos en su evangelio dice, después de llamar a los Doce, que lo hizo para que estuvieran con Él y anunciaran el Evangelio.
San Pablo tiene conciencia de que la gracia recibida no debe ser retenida, sino comunicada y participada con aquellos por los que se ha recibido. Así se lo dice a los Efesios (3,3)
“Supongo que habéis oído hablar de la distribución de la gracia de Dios que se me ha dado a favor vuestro. Ya que se me dio a conocer por revelación el misterio, que os he comunicado…”
Y más adelante:
“A mí, el más insignificante de todos los santos, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la riqueza insondable que es Cristo; y aclarar a todos la realización del misterio, escondido desde el principio de los siglos en Dios, creador de todo” (8-9)
Visto lo visto, qué lejos estoy de esta experiencia. Entiendo la falta de ardor en mis respuestas a las insinuaciones del Señor. Reconozco la endeblez de mi generosidad.
Pero también entiendo que la única posibilidad que tengo para perseverar y avanzar por este camino iniciado es aceptar la misericordia de Dios, que me envuelve, aunque no la perciba, por mi falta de sensibilidad espiritual, y esperar a que Él reescriba mi vida errada.
Mi esperanza crece cuando miro a San Pablo y veo que se ofreció al Señor como página en blanco. Que su vida no estaba programada de antemano. Que la fue realizando, no desde lo que él preveía, sino desde lo que su Señor le demandaba.
Quiero aceptar la confesión de san Pablo a Timoteo:
“Sé a quién me confié y estoy seguro de que tiene poder para asegurar hasta el último día, el encargo que me dio” (2 Timoteo 1,12).
Ojalá pueda decir como él al final de mi vida:
“He combatido bien mi combate, He terminado la carrera. He guardado la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que esperan con amor a su venida”. (2 Timoteo 4,7).
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