Del evangelio de san Lucas 10, 17 ss.

En aquel tiempo, los setenta y dos volvieron muy contentos y dijeron a Jesús: “ Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. Él les contestó: “ Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad; os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”.

 

RESPUESTA A LA PALABRA

La euforia de los discípulos que vuelven
de la misión encomendada por el Señor,
manifiesta algo muy importante.
Su alegría radicaba en que
“hasta los demonios los sometían
con el Nombre de Jesús”.
No habían ido por su cuenta.
Su hacer y decir manaban de Aquel
que los había enviado.

Es Lucas quien nos revela
la fuerza del “Nombre de Jesús”,
la fuerza  de “Dios con nosotros”.

Si en la primera etapa de la Revelación
el Nombre de Dios queda velado,
-a nadie le hace partícipe de su nombre,
sólo a Moisés, al que hablaba como un amigo,
le dice que es Yahvé, es decir, “El que es”(Ex 3,14),-
ahora ya lo sabemos.
La experiencia de la primera Iglesia
que nos llega a través de los escrito de Lucas,
se recoge en el libro de los Hechos:

“Quienquiera que invoque el Nombre de Jesús, se salvará” (Hch 2,21)

El nombre quiere decir lo mismo que la persona,
por ello, el nombre de Jesús salva, cura,
vence a los malos espíritus, purifica el corazón.

Jesús nos revela el Nombre propio de Dios.
Él, que es el innominado,
sale de su trascendencia inaccesible y
se nos revela, por su Encarnación, en Jesús.
Desde entonces, decir “Jesucristo Hijo de Dios”,
es entrar en el misterio mismo de Dios,
en el misterio del Padre,
quien, vaciándose, engendra al Hijo,
y en el amor del Espíritu, se abre,
por su encarnación, a los hombres,
capacitándonos para acoger su gloria.

El Nombre de Jesús, como invocación del creyente,
está presente en la oración de la Iglesia desde sus comienzos.

Es también Lucas el que recoge la oración del ciego de Jericó:

“Señor Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador” (18,38),

que servirá de base, junto a la oración del publicano:

“Dios mío, ten piedad de mí que soy un pecador” (18,13),

para formular la “Oración del corazón”, también llamada:
“Oración del Nombre de Jesús”,
que en toda la Iglesia oriental ha tenido tanto peso.

Encontramos en los relatos del “Peregrino ruso”
la confesión de éste,
con relación al Nombre de Jesús,
que nos ayuda a comprender desde la práctica
esta enorme verdad:

“El Evangelio es como la oración de Jesús, pues el Nombre divino encierra en sí todas las verdades evangélicas”.

San Juan Clímaco, en relación con la oración del Nombre de Jesús,
recomienda en la Filocalia:

“Que vuestra oración no sea complicada. Una sola palabra les bastó al publicano y al hijo pródigo para obtener el perdón de Dios.

No os quebréis la cabeza buscando palabras para la oración. Muchas veces los balbuceos sencillos del niño conmueven el corazón del Padre.

No distraigáis vuestro espíritu buscando frases bien hechas. Una sola palabra del publicano despertó la misericordia de Dios; una sola palabra del llena de fe salvó al buen ladrón…”