Del segundo libro de los Macabeos 7, 1-2. 9-14
En aquellos días, arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la Ley. Uno de ellos habló en nombre de los demás: “¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres.” El segundo, estando para morir, dijo: “Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna.” Después se divertían con el tercero. Invitado a sacar la lengua, lo hizo en seguida, y alargó las manos con gran valor. Y habló dignamente: “De Dios las recibí, y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios.” El rey y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos. Cuando murió este, torturaron de modo semejante al cuarto. Y, cuando estaba para morir, dijo: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida.”
RESPUESTA A LA PALABRA
Cuando nos acercamos al final del Año Litúrgico,
la Iglesia nos invita a reflexionar sobre la realidad
más preciosa de nuestra fe.
El final del hombre no está en la muerte,
sino en la vida participada de Dios.
La muerte biológica es un acontecimiento más
en la vida de la persona.
No es el último, como muchos piensan,
sino aquel por el que nos adentramos
en la vida definitiva y sin ocaso.
El misterio de la muerte del hombre no ha quedado iluminado
con la idea de un más allá indefinido,
sino con el acontecimiento de la muerte y resurrección
de Jesucristo, Verbo de Dios, que ha entrado en nuestra vida
para arrancarnos de nuestra muerte y darnos su misma vida.
Los cristianos no creemos que después de muertos
algo de nosotros pervive, no sabemos dónde.
La fe cristiana nos desvela que la muerte es el tránsito
de esta vida intramundana a la vida plena de Dios.
La historia de los Macabeos, dos siglos antes de Jesucristo,
nos relata la confesión de fe en la resurrección
de una familia creyente.
Las palabras de algunos de ellos así lo manifiestan.
El segundo de los hijos, estando para morir, dijo:
“Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna.”
Aquellos hombres no creían en una idea.
Tenían la firme convicción de que sus vidas estaban
en las manos de Dios,
por lo que no tenían miedo a la muerte,
sino a morir renunciado a su Señor.
Torturaron de modo semejante al cuarto.
Y, cuando estaba para morir, dijo:
“Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida.”
Resucitar no es revivir, volver a esta vida terrena.
Así lo pensaban los saduceos y por ello, preguntan a Jesús
sobre la situación de aquella mujer que estuvo casada
anteriormente con varios hermanos.
Resucitar es comenzar a vivir una vida nueva,
donde las relaciones con las personas que amamos
quedan liberadas de toda materialidad
al transformarse cuerpo terreno en un cuerpo celestial.
Para los cristianos la fe en la resurrección
no es fruto de una especulación,
ni de una experiencia mística.
Nuestra fe se apoya en la resurrección de Jesucristo,
un acontecimiento que sobrepasa la historia,
pero que se da dentro de la misma.
A quienes dudan les podemos decir:
No caminamos a ciegas en este camino
hacia la vida feliz y definitiva.
Cristo, Jesús, nos antecede y, junto a él,
innumerables hombres y mujeres que testificaron
con sus vidas.
Como los Macabeos, sabemos que la gran desgracia del hombre
no es morir, sino morir alejados del amor de Dios.
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