Del evangelio de san Juan 14,27-31a

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado.” Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo. Ya no hablaré mucho con vosotros, pues se acerca el Príncipe del mundo; no es que él tenga poder sobre mí, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me manda yo lo hago.”

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Las palabras de Jesús, por las que entrega
el don de la paz a sus discípulos,
nos llegan a nosotros como bálsamo de gracia
que pacifica nuestros corazones ahítos de pesadumbres.

Son muchas las sin razones que amenazan la paz,
ya no sólo la del conjunto de la sociedad,
sino también la paz interior de cada persona,
de cada uno de nosotros, que deseando y
buscando vivir en armonía con el mundo que nos rodea,
experimentamos una fuerte ruptura interior.

¿Qué sucede en nosotros para que esa búsqueda resulte estéril?
Cuando nos paramos y reducimos las revoluciones
del motor de nuestras necesidades inmediatas,
sin necesidad de adentrarnos en nuestra vida interior
surgen del fondo de nosotros:
pensamientos negativos, actitudes descontroladas.
Nos percibimos incapaces de aceptarnos,
de reconciliarnos con nosotros mismos.
El miedo al sufrimiento se instala en nuestro corazón,
las heridas del alma sufridas en otro tiempo se recrudecen.
Descubrimos como una noche de sombras
que duelen y aturden, invitándonos a huir de nosotros mismos.

Pero no es el momento de hacerlo.
Con ello no solucionaríamos nada.
Quizá podríamos aplazar encontrarnos con esa realidad
que nos confunde pero que está ahí a pesar nuestro.

¿Qué hacer entonces?
En la actualidad, no pocas personas acuden a métodos psico-físicos
para aislar aquellas pulsiones que les lastiman,
seleccionando aquellas otras que les producen tranquilidad.
A través de ejercicios metódicos alcanzan un cierto autocontrol
sobre todo lo que lastima su ánimo y
provoca fuertes reacciones  emotivas.

No es esta paz la que necesitamos,
ni la que el Señor quiere darnos.
No es la paz nacida de la ausencia de conflictos,
no es la sedación de los sentidos o el bloqueo
de todo aquello que me invita a dar un paso más en mi vida
con todo lo que de incomodidad supone. 

La paz que el Señor nos ofrece es aquella
que nace después de la lucha,
la que se desprende de todo amor crucificado,
la que emana de la aceptación de nuestro ser para los demás.

Esta paz no es una utopía, una promesa de futuro,
una realidad propia de gente aventajada.
Es un modo de vida que se instala en aquella persona
que se sabe habitada por el Señor,
que se apoya en Él en sus luchas,
que sabe que el Malo poco tiene que hacer con ella,
porque el Señor la defenderá siempre que se sienta
sugestionada por él.