Presentación de Jesús en el Templo

No asistimos solo a un rito del Pueblo judío, en el que Jesús es presentado como un niño más.

Jesús en brazos de su madre es presentado en el Templo como Luz de los pueblos. Como Vida de toda vida. Como Salvador que salva, Como el que revela el origen y la meta de todo hombre.

La vida es, en último término, don y regalo recibido gratuitamente del Creador. En él está “La fuente de la vida” (Sal 36,10).

La realidad más preciosa del ser humano, su vida, no surge de él mismo. Viene de Aquel que es el misterio último del ser: un Dios que es Amor creador (Gn 2,7).

Nuestra vida humana es frágil, precaria y efímera. Pero nunca deja de ser una realidad sagrada e inviolable, es una bendición.

Dios ha infundido su propio aliento en el hombre (Gn 2,7). Lo ha creado a su imagen y semejanza (Gn 1,27).

Nadie puede disponer de ella a su antojo, ni de la suya propia, ni de la ajena.

Es precisamente esta vida recibida de Dios el fundamento de la dignidad originaria e indestructible de cada hombre, el primer valor en el que se enraízan y sobre el que se desarrollan todos los demás valores y derechos.

La presentación de Jesús en el Templo anuncia el cumplimiento de la promesa de Dios:

El es el camino, la verdad y la vida. Jesús no sólo aprecia la vida y la defiende, sino que incluso entrega la suya propia como servicio supremo de amor para que la humanidad no termine en muerte y destrucción definitiva.

Como Jesús, todo cristiano está llamado a promover la vida de Dios, la cual se constituye en el fundamento de una cultura de la vida y de una civilización del amor.

El oscurecimiento en nuestra cultura del valor de la vida, y las amenazas que se ciernen sobre ella, reclaman de los cristianos en este momento una postura lúcida y activa en defensa de la vida humana y de su dignidad.