Como no vemos
el rastro de la flecha
cuando cruza el aire
no veía yo
cuando Él se me acercaba.

Era como un viento manso
que se muere una y otra vez
entre las agujas de los cedros
sin doblegar su altivez erguida

En la silenciada hendidura
donde me guardaba para mí
no llegaba su respirar gracioso
empecinado como estaba
en blindar mi pobre orgullo.

No sabía aún lo que después
los cedros me enseñaran.

Cuando pasada la tormenta
batidos por el viento y
por infinitas aguas chorreados
ellos seguían ofreciéndome
su delicada e imperceptible
aroma
bálsamo sanador
en mis pertinaces noches
en las que yo ignoraba o
no reconociera su bondad.

Ahora sé que en lo más íntimo de mí
no hay fronteras
que Él siempre estuvo allí
aunque hasta ayer
se me muriera como el aíre
entre las agujas de los cedros.