Como no vemos el rastro de la flecha cuando cruza el aire
no veía yo cuando el Señor se me acercaba.

Era como un viento manso que se muere una y otra vez
entre las agujas de los cedros sin doblegar su altivez erguida

En la silenciada hendidura donde me guardaba para mí, 
no llegaba su respirar gracioso, empecinado como estaba
en blindar mi pobre orgullo.

No sabía aún lo que después los cedros me enseñaran.

Cuando pasada la tormenta batidos por el viento y
por infinitas aguas chorreados ellos
seguían ofreciéndome su delicada e imperceptible aroma, 
bálsamo sanador en mis pertinaces noches
en las que yo ignoraba o no reconociera su bondad.