Que feliz era de niño,
sentado en el suelo y
jugando horas enteras a las canicas o
en hacer carros y burros
con el cartón de las cajas de los zapatos.

Mientras los mayores se afanaban
en mil cosas precisas
yo gastaba el tiempo en nimiedades para ellos,
pero importantes para mi,
jugar a las canicas,
hojear tebeos
cuando aún no sabía leer y
plantar semillas
haciendo huertos imaginarios,
sin dejar de observar
como se desarrollaban
los granos sembrados
en un  rincón del corral
que tenía como mío y
como enraizaban los esquejes de geranio
que arrancaba de las macetas de mi madre.

Fueron tiempos
en los que la naturaleza
se hizo tan familiar para mí,
que nunca he podido pasar
sin participar de ella.

Si algo puedo añadir
es que ahora, en la vejez,
naturaleza y libros son mis mejores amigos.