Del libro de Jonás 3,1-10

Vino la palabra del Señor sobre Jonás: “Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que te digo.” Se levantó Jonás y fue a Nínive, como mandó el Señor. Nínive era una gran ciudad, tres días hacían falta para recorrerla. Comenzó Jonás a entrar por la ciudad y caminó durante un día, proclamando: “¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!” Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y se vistieron de saco, grandes y pequeños.

Llegó el mensaje al rey de Nínive; se levantó del trono, dejó el manto, se cubrió de saco, se sentó en el polvo y mandó al heraldo a proclamar en su nombre a Nínive: “Hombres y animales, vacas y ovejas, no prueben bocado, no pasten ni beban; vístanse de saco hombres y animales; invoquen fervientemente a Dios, que se convierta cada cual de su mala vida y de la violencia de sus manos; quizá se arrepienta, se compadezca Dios, quizá cese el incendio de su ira, y no pereceremos.” Y vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida; se compadeció y se arrepintió Dios de la catástrofe con que había amenazado a Nínive, y no la ejecutó.

 

RESPUESTA A LA PALABRA

El texto del libro de Jonás nos lleva a contemplar
la universalidad del amor del Señor.

“Dios no hace acepción de personas”, dirá en su momento san Pedro.

“Dios quiere que todos los hombres lleguen a la verdad y se salven”.

Detrás del texto del libro de Jonás descubrimos algo muy interesante.
Mientras que Israel ha echado en saco roto las advertencias del Señor,
los ninivitas, pueblo pagano y enemigo de Israel,
escuchan las palabras del hombre de Dios,
reconocen la situación de pecado en la que viven,
y cambian su actitud y su conducta.
Nínive, la pagana, ha comprendido mejor al Dios de Israel,
que Israel mismo.

Adentrándonos en la Historia de la Salvación,
así como en la historia de nuestros días,
el gran problema no reside en el pecado en sí mismo,
sino en el no reconocimiento de él,
por lo que es imposible cambiar de actitud.

Negar el mal, es ahondar en la nada,
Justificarlo, conduce al suicidio.
Sólo cuando se reconoce y se asume,
encontramos el camino de la superación.
La situación del hombre moderno,
atrapado en la anomia y en el culto a la subjetividad,
le aleja del camino de la verdad primera y, sobre todo,
de la Palabra viva de Dios,
que habita en lo más profundo del hombre,
y le susurra su ser primordial:

Tú eres mi hijo a quien amo.
No tengas miedo, porque mi amor te acompaña y
te sostienes para que tú puedas hacer lo mismo.

Si amas a los demás como yo te amo encontrarás tu felicidad.

La palabra de Jesús, al comienzo de su ministerio,
nos urge a la conversión:

 “Arrepentíos, porque el Reino de Dios está cerca”.

¿Pero de qué debo arrepentirme y por qué?

Debo arrepentirme de menospreciar mi vida,
de reducirla al “aquí y ahora”, a desvivirme por multitud de cosas
sin sustancia, que me alejan de mí mismo y de Dios.
Y necesito hacerlo sinceramente si no quiero malograr mi vida.

Tenemos que decir que arrepentirse no es simplemente
sentir  pesar o remordimiento por lo que hicimos mal.
Arrepentirse es más que un sentimiento,
es un proceso que me lleva a reorientar mi vida
desde la dinámica del amor otorgado por el Señor,
que ha dado su vida por mí.

Para comenzar, debemos parar los motores de nuestro hacer,
que nos aturden y nos impiden reflexionar
para ver la “realidad real” que se cuece dentro de  nosotros.
Pararnos y ponernos bajo la mirada de Dios.
Callar y mirar en nuestros adentros
para tomar conciencia de nuestra debilidad y nuestro pecado.

A partir de aquí debemos dejar que Dios nos acompañe
en nuestro camino de vuelta.
Pienso que lo más difícil es ver y aceptar la realidad
que nos tiene alejados de Él,
pues una vez que se descubre, e intuimos la pérdida
que nos supone ese alejamiento,
nace en nosotros el deseo de volver,
y ponemos los medios para ello.