Del evangelio de san Juan 10, 22-30

Se celebraba en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno, y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón. Los judíos, rodeándolo, le preguntaban:  «¿Hasta cuando nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente.» Jesús les respondió:  «Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ésas dan testimonio de mi. Pero vosotros no creéis, porque no sois ovejas mías. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.»

 

RESPUESTA

Escuchar es la clave.
No basta  con oír,
ni siquiera es suficiente con querer oír,
si el corazón no está dispuesto a escuchar;
la palabra es como agua que se derrama.

Cuantas veces diga Jesús quien es,
si no se acepta su palabra,
será tiempo perdido.
Él mismo lo afirma:

“Os lo he dicho y no me creéis”.

Las palabras y las obras de Jesús
testimonian su ser profundo y
sin embargo, será negado
por la obcecación de quienes
pretenden encorsetar a Dios
en un esquema cerrado,
blindando un conocimiento revelado
aún incompleto.

Fuera del amor no existe verdadero
conocimiento,
las razones del corazón
cualifican los datos
que el mundo exterior ofrece.

No es posible escuchar sin bajar la guardia,
sin abrir el corazón a todo lo que supone
la persona que te habla,
dejando que su vida se trasfunda y
se compenetre con la tuya.

Sólo entonces,
la escucha de tu nombre es suficiente
para saber quién es el que te llama,
cómo te considera, qué vida nueva te trae.

María Magdalena, muerto su corazón
por la muerte de su Señor, recupera la vida
al escuchar de Él su nombre.