De la carta del apóstol Santiago

“De que le sirve a uno, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar?. Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos de alimento diario, y que uno de vosotros les dice: Dios os ampare: abrigaos y llenad el estómago, y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué le sirve?… ¿Quieres enterarte, tonto, de que la fe sin obras es inútil?” (2,14-16.20).

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Queridos amigos:
Si ayer reflexionábamos sobre el ayuno
como una de las tres prácticas cuaresmales,
hoy nos vamos a detener en la “limosna”.

Somos conscientes de que el término no gusta, por las connotaciones
que arrastra de tiempos atrás,
sin embargo, la “limosna”, no son las cuatro perras
que damos a un “pobre” para acallar la conciencia
y seguir sintiéndonos bien dentro de nuestras seguridades materiales.

No hace mucho, para criticar esta forma de proceder,
una persona decía que:
“hay gente tan rica que se permite el lujo de tener varios pobres”.

Nada más lejos de esta caricatura es el sentido de la limosna,
y basta acudir a los Padres de la Iglesia de los primeros siglos,
para darnos cuenta de ello.

La limosna nace del amor.
Es el modo de expresar la genuina vida cristiana,
de manera que no hay tal vida sin caridad.

El apóstol Santiago recuerda,
en su carta a los cristianos de la primera generación:

“De que le sirve a uno, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar?. Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos de alimento diario, y que uno de vosotros les dice: Dios os ampare: abrigaos y llenad el estómago, y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué le sirve?… ¿Quieres enterarte, tonto, de que la fe sin obras es inútil?” (2,14-16.20).

Para el cristiano, la caridad, el compartir con el pobre,
es más que un deber moral.
En la caridad radica lo sustantivo de la fe,
de manera que no se pueden separar la una de la otra.
¿Cómo acoger el amor gratuito de Dios
sin hacernos a la vez don para los demás?.

Olvidémonos de la “limosna-cuentagotas” y abramos nuestro corazón a la caridad.
Seamos creativos en el modo de compartir con el hermano
para que no se sienta humillado,
pero hagamos nuestra su necesidad.

Los Padres de la Iglesia nos han dejado un sinfín de testimonios
en sus predicaciones a favor de la caridad.

San Ignacio Nacianceno (s.IV), en su discurso XIV

“Sobre el amor a los pobres”, después de exponer la bondad
sobre la práctica de diversas virtudes, pasa a decir:

“Ahora bien, si ateniéndonos a Pablo y al mismo Cristo, hay que tener la caridad por el primero y mayor de los mandamientos, como la suma de la Ley y los profetas (Mt 22,36), yo hallo que la parte principal de la caridad es el amor a los pobres y la misericordia y compasión con nuestros semejantes. No hay culto mejor que pueda tributarse a Dios que el de la misericordia, como que a Él le preceden la misericordia y la verdad, y quiere que se le ofrezca misericordia antes del juicio (Os 12,6); y el que mide justamente y pone la misericordia en la balanza y en la medida, no con otra cosa que con benignidad paga la benignidad”.

Y san Juan Crisóstomo (s.IV) escribe:

“Y no digáis que os es imposible cuidar de los otros. Si sois cristianos, lo imposible es que no cuidéis. Como hay en la naturaleza cosas que no admiten contradicción, así acontece aquí, pues la cosa radica en la naturaleza misma del cristiano. No insultes a Dios. Si dijeras que el sol no puede alumbrar, lo insultarías. Si dices que el cristiano no puede ser de provecho a los otros insultarais a Dios y lo dejas por embustero. Más fácil es que el sol no caliente ni brille que no que el cristiano no dé luz; más fácil es que la luz se convierta en tinieblas que no que eso suceda. No injuries a Dios. Si debidamente ordenamos nuestras cosas, la ayuda al prójimo se dará absolutamente, se seguirá como algo de necesidad física.”