Del segundo libro de Samuel 7,1-5.8b-12.14a.16
Cuando el rey David se estableció en su palacio, y el Señor le dio la paz con todos los enemigos que le rodeaban, el rey dijo al profeta Natán: “Mira, yo estoy viviendo en casa de cedro, mientras el arca del Señor vive en una tienda.” Natán respondió al rey: “Ve y haz cuanto piensas, pues el Señor está contigo.”

 

RESPUESTA A LA PALBRA
Buscó Dios un corazón semejante al suyo
y encontró a David.
Sí, David, el pequeño David.
El que andaba en los apriscos cuidando
el rebaño de su padre.
David, el hermano pequeño,
el de hermoso rostro y ojos dulces.
El joven sin miedo capaz de luchar contra el león,
lo mismo que frente al adalid de los filisteos,
de estatura desmedida y fuerza asombrosa.
David, el amado siempre,
aun en sus momentos de máxima flaqueza,
cuando se deje arrastrar por los pecados
de la carne, del poder y de la soberbia.
David pecador y creyente, amado y amante.
Reconocedor del bien y
de la verdad proveniente de Dios, su Señor,
a la vez que de la maldad nacida en el avispero de su corazón
Amó su mundo, la guerra, a las mujeres,
pero sobre todo amó a Dios.
Sí, amó a Dios sobre todas las cosas,
porque su experiencia de ser amado por Él
desbordaba toda realidad enflaquecida
por la estulticia humana aparejada al pecado.
Por su amor a Dios quiere construirle un Templo.
Pobre David, está convencido de saber tanto de las cosas de Dios,
que piensa que puede responderle, con más cosas.
No quiere Dios sus cosas.
Si le ama, le ama a él por sí mismo.
Le quiere, y quiere de él una respuesta
que responda al ser profundo de su corazón,
porque el corazón de David,
y cómo no, también el nuestro,
semejante al suyo,
no colmará su medida hasta que por fin
se abracen los dos fuera de las cosas.
Yo mismo, dice el Señor, te he dado un nombre,
una progenie, un futuro inabarcable.
Te recordarán a lo largo de los tiempos
porque tu nombre lo he asociado  al mío,
tu reinado, a mi reinado.
No temas a tus enemigos de fuera,
yo me ocuparé de ellos.
Cuida de que no te venzan los que anidan
en tu casa, en tu corazón,
y cuando te veas derrotado por ellos,
véncelos volviendo tu corazón a mí,
para que mi misericordia transforme tu dolor
en canto de gracia para la posteridad.
Cuando tus días se acaben,
tu casa seguirá establecida
sobre las bases de mi amor indestructible.
Yo, tu Dios, te ungí cuando no eras nadie.
Ese amor, permanecerá por siempre.