Del libro de Daniel 9,4b-10

Señor, Dios grande y terrible, que guardas la alianza y eres leal con los que te aman y cumplen tus mandamientos. Hemos pecado, hemos cometido crímenes y delitos, nos hemos rebelado apartándonos de tus mandatos y preceptos. No hicimos caso a tus siervos, los profetas, que hablaban en tu nombre a nuestros reyes, a nuestros príncipes, padres y terratenientes.

Tú, Señor, tienes razón, a nosotros nos abruma hoy la vergüenza: a los habitantes de Jerusalén, a judíos e israelitas, cercanos y lejanos, en todos los países por donde los dispersaste por los delitos que cometieron contra ti. Señor, nos abruma la vergüenza: a nuestros reyes, príncipes y padres, porque hemos pecado contra ti. Pero, aunque nosotros nos hemos rebelado, el Señor, nuestro Dios, es compasivo y perdona. No obedecimos al Señor, nuestro Dios, siguiendo las normas que nos daba por sus siervos, los profetas.

RESPUESTA A LA PALABRA

La confesión de Daniel, no deja lugar a dudas
de la misericordia de Dios para con su Pueblo.
Aunque éste se haya alejado de Él,
Dios mantiene su fidelidad perpetuamente.
Pero hay una nota que debemos contemplar:
La misericordia de Dios puede ser ejercida
cuando el Pueblo reconoce su culpa y su pecado.

En la oración de Daniel encontramos
las piezas claves de la historia de la salvación.

Dios, grande y terrible, guarda su alianza. Dios no se desdice. Dios es compasivo y misericordioso.

El hombre, en este caso el Pueblo elegido, rechaza el amor de Dios, rebelándose contra Él, marginándolo de su vida, y constituyéndose en centro de su vivir.

El hombre sin Dios sufre el castigo de su pecado. No es Dios quien malévolamente castiga al hombre, es éste el que rechazando su amor se labra un camino de injusticia e insolidaridad, que le lleva al exilio de todo aquello que le constituye como persona libre y realizada en el amor común.

Por último, vemos cómo, cuando el hombre reconoce su camino errado y vuelve a Dios, se reencuentra consigo mismo, y retoma el don de Dios perdido, que nunca Dios le había retirado.

Hay, sin embargo, una carencia,
o mejor un modo de sentir el peso del pecado.
El autor sagrado, en este caso,
confiesa la vergüenza que el pueblo experimenta
ante Dios por su pecado.
Se ven abrumados porque la imagen que tenían de sí mismos
se las ha venido abajo.
No parece que sientan mucho el posible dolor
que experimenta el Señor por su corazón errado,
sino la humillación por la falta de consistencia ante Dios.

Con la venida de Jesús, la actitud del pecador arrepentido
cambia sustancialmente.
El dolor por el pecado del hombre renacido en la Cruz de Jesucristo,
no sobreviene de la consideración del mal en sí mismo,
sino del desamor al Señor que ha entregado su vida por nosotros.

No me duelo tanto por lo malo que hago,
cuanto por el poco o nada amor que tengo al Señor y a los demás.